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franqueza con mis padres, y cuánto había llegado a sufrir de<br />
pequeña por eso. Sólo entonces tropecé con personas que pudieron<br />
entenderme y con las que pude expresarme con franqueza y<br />
libertad. Mis padres murieron hace mucho tiempo, pero me imagino<br />
que, a aquéllos cuyos padres siguen vivos, este camino, lógicamente,<br />
les resultará más difícil. Las expectativas originadas en<br />
la infancia pueden llegar a ser tan fuertes como para que el individuo<br />
renuncie a lo que es bueno para él con el objetivo de, por<br />
fin, ser como sus padres quieren que sea, para no perder la ilusión<br />
del amor.<br />
Karl, por ejemplo, describe su confusión de la siguiente<br />
manera:<br />
«Quiero a mi madre, pero ella no se lo cree, porque me confunde<br />
con mi padre, que la martirizaba. Eso me pone furioso,<br />
pero no quiero que ella vea mi rabia, porque entonces le estaría<br />
demostrando que soy como mi padre. Y eso no es verdad. Así<br />
que tengo que refrenar mi rabia para no darle la razón, y<br />
entonces no siento ningún amor por ella, sino odio. No quiero<br />
odiarla, quiero que me vea y me quiera tal como soy, y no que<br />
me odie como a mi padre. ¿Qué tengo que hacer para hacer las<br />
cosas bien?».<br />
La respuesta es que es imposible hacer las cosas bien cuando<br />
uno toma como guía a otra persona. Uno sólo puede ser quien es,<br />
y no puede obligar a los padres a quererlo. Hay padres que únicamente<br />
pueden querer las máscaras de sus hijos y, en el momento<br />
en que el hijo se quita la máscara, suelen decir lo que ya he mencionado<br />
antes: «Quisiera que siguieras siendo como eras».<br />
La ilusión de que «merecemos» el amor de los padres sólo se<br />
sostiene si negamos lo que sucedió. Esta ilusión se desmoronará<br />
en cuanto decidamos ver la verdad con todas sus ramificaciones;