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<strong>El</strong> <strong>cuerpo</strong>, guardián de la verdad<br />
<strong>El</strong>isabeth, una mujer de veintiocho años, me escribió:<br />
«Cuando yo era pequeña, mi madre me maltrataba cruelmente.<br />
En cuanto algo no le gustaba, me daba puñetazos en la cabeza,<br />
me golpeaba ésta contra la pared y me tiraba del pelo. Me resultaba<br />
imposible impedirlo, porque <strong>nunca</strong> llegué a entender las<br />
verdaderas causas de estos ataques para evitar que volvieran a<br />
producirse. Por eso me esforcé tanto como pude por reconocer<br />
los más leves cambios de humor de mi madre ya en los primeros<br />
estadios, con la esperanza de evitar el ataque adaptándome a<br />
ella. En algunas ocasiones lo conseguía, pero la mayoría de las<br />
veces no. Hace unos años sufrí depresiones, busqué una terapeuta<br />
y le expliqué muchas cosas de mi infancia. Al principio todo<br />
fue de maravilla. Daba la impresión de que me escuchaba, y<br />
eso me aliviaba muchísimo. Entonces empezó a decir algunas<br />
cosas que no me gustaron, pero, como siempre, logré hacer caso<br />
omiso de mis sentimientos y adoptar la misma mentalidad que<br />
mi terapeuta. Parecía que estaba muy influida por la filosofía<br />
oriental y en un principio creí que, si me escuchaba, eso no sería<br />
un obstáculo. Pero muy pronto la terapeuta me explicó que tenía<br />
que hacer las paces con mi madre si no quería pasarme toda la<br />
vida odiando. Entonces perdí la paciencia y dejé la terapia, no<br />
sin antes decirle que, en lo que concernía a mis sentimientos<br />
hacia mi madre, estaba yo mejor informada que ella. Bastaba<br />
con que le preguntara a mi <strong>cuerpo</strong>, porque cada vez que veía a