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buenos en los que a uno no le habían pegado, del miedo a convertirse<br />
en una mala persona, del convencimiento de que hay que<br />
perdonar los actos de los padres para poder crecer. Se entabló una<br />
acalorada discusión en la que algunos cuestionaron estas opiniones.<br />
Una de las participantes, llamada Ruth, me dijo con inusitada<br />
seguridad:<br />
«Mi propia vida es una demostración de que el cuarto mandamiento<br />
no es cierto, porque desde que me he liberado de las<br />
pretensiones de mis padres, desde que ya no cumplo sus expectativas,<br />
tanto las manifiestas como las que no lo son, me siento<br />
más sana que <strong>nunca</strong>. Los síntomas de mis enfermedades han<br />
desaparecido, mis hijos ya no me irritan, y hoy creo que todo esto<br />
ocurrió porque quise someterme a un mandamiento que no<br />
era bueno para mi <strong>cuerpo</strong>».<br />
A la pregunta de por qué este mandamiento ejerce entonces<br />
tanto poder sobre nosotros, Ruth opinó que era porque se<br />
asentaba en el miedo y en los sentimientos de culpa que nuestros<br />
padres nos inculcan desde muy pronto. <strong>El</strong>la misma había tenido<br />
muchos miedos poco antes de percatarse de que, en realidad, no<br />
quería a sus padres, sino que quería quererlos y los había engañado<br />
a ellos, y a sí misma, con el sentimiento del amor.<br />
Después de haber aceptado su verdad, los miedos se disiparon.<br />
Creo que a mucha gente le ocurriría lo mismo si alguien les<br />
dijera: «No tienes por qué querer y honrar a unos padres que te<br />
han hecho daño. No tienes por qué obligarte a sentir nada, porque<br />
obligarse <strong>nunca</strong> ha traído nada bueno. En tu caso puede ser destructivo;<br />
sería tu <strong>cuerpo</strong> el que pagaría por ello».<br />
Ese debate confirmó mi sensación de que a veces nos pasamos<br />
la vida obedeciendo a un fantasma que, en nombre de la educación,<br />
la moral o la religión, nos fuerza a ignorar nuestras