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que ver con ella el mar <strong>de</strong> Coveñas, es algo que aún sigue intrigando al país. Sin embargo,<br />

la manera como se le ocurrió es todavía más intrigante. El viernes 12 <strong>de</strong> abril <strong>de</strong> 1991 había<br />

visitado al doctor Manuel Elkin Patarroyo -feliz inventor <strong>de</strong> la vac<strong>un</strong>a contra la malaria-<br />

para pedirle que instalara en El Minuto <strong>de</strong> Dios <strong>un</strong> puesto médico para la <strong>de</strong>tección precoz<br />

<strong>de</strong>l SIDA. Lo acompañó -a<strong>de</strong>más <strong>de</strong> <strong>un</strong> joven sacerdote <strong>de</strong> su com<strong>un</strong>idad- <strong>un</strong> antioqueño <strong>de</strong><br />

todo el maíz, gran<strong>de</strong> amigo suyo, que lo asesoraba en sus as<strong>un</strong>tos terrenales. Por <strong>de</strong>cisión<br />

propia, este benefactor que ha pedido no ser mencionado con su nombre, no sólo había<br />

construido y donado la capilla personal <strong>de</strong>l padre García Herreros sino que tributaba<br />

diezmos vol<strong>un</strong>tarios para su obra social. En el automóvil que los llevaba al Instituto <strong>de</strong><br />

Inm<strong>un</strong>ología <strong>de</strong>l doctor Patarroyo, sintió <strong>un</strong>a especie <strong>de</strong> inspiración apremiante.<br />

-Óigame <strong>un</strong>a cosa, padre -le dijo-. ¿Por qué no se mete usted en esa vaina para ayudar a que<br />

Pablo Escobar se entregue?<br />

Lo dijo sin preámbulos y sin ningún motivo consciente. «Fue <strong>un</strong> mensaje <strong>de</strong> allá arriba»,<br />

contaría <strong>de</strong>spués, como se refiere siempre a Dios, con <strong>un</strong> respeto <strong>de</strong> siervo y <strong>un</strong>a confianza<br />

<strong>de</strong> compadre. El sacerdote lo recibió como <strong>un</strong> flechazo en el corazón. Se puso lívido. El<br />

doctor Patarroyo, que no lo conocía, se sintió impresionado por la energía que irradiaban<br />

sus ojos y su sentido <strong>de</strong>l negocio, pero su acompañante lo vio distinto. «El padre estaba<br />

como flotando -ha dicho-. Durante la visita no pensó en nada más que en lo que yo le había<br />

dicho, y a la salida lo vi tan acelerado que me asusté.» Así que se lo llevó a <strong>de</strong>scansar el fin<br />

<strong>de</strong> semana en <strong>un</strong>a casa <strong>de</strong> vacaciones en Coveñas, <strong>un</strong> balneario popular <strong>de</strong>l Caribe don<strong>de</strong><br />

recalan miles <strong>de</strong> turistas y termina <strong>un</strong> oleoducto con doscientos cincuenta mil barriles<br />

diarios <strong>de</strong> petróleo crudo.<br />

El padre no tuvo <strong>un</strong> instante <strong>de</strong> sosiego. Apenas si dormía, se levantaba en mitad <strong>de</strong> las<br />

comidas, hacía largas caminatas por la playa a cualquier hora <strong>de</strong>l día o <strong>de</strong> la noche. «Oh,<br />

mar <strong>de</strong> Coveñas -gritaba contra el fragor <strong>de</strong> las olas-. ¿Podré hacerlo? ¿Deberé hacerlo? Tú<br />

que todo lo sabes: ¿no moriremos en el intento?» Al cabo <strong>de</strong> las caminatas atormentadas<br />

entraba en la casa con <strong>un</strong> dominio pleno <strong>de</strong> su ánimo, como si hubiera recibido <strong>de</strong> veras las<br />

respuestas <strong>de</strong>l mar, y discutía con su anfitrión hasta los mínimos <strong>de</strong>talles <strong>de</strong>l proyecto.<br />

El martes, cuando regresaron a Bogotá, tenía <strong>un</strong>a visión <strong>de</strong> conj<strong>un</strong>to que le <strong>de</strong>volvió la<br />

serenidad. El miércoles reinició la rutina: se levantó a las seis, se duchó, se puso el vestido<br />

negro con el cuello clerical y encima la ruana blanca infaltable, y puso al día los as<strong>un</strong>tos<br />

atrasados con la ayuda <strong>de</strong> Paulina Garzón, su secretaria indispensable durante media vida.<br />

Esa noche hizo el programa sobre <strong>un</strong> tema distinto que no tenía nada que ver con la<br />

obsesión que lo embargaba. El jueves en la mañana, tal como se lo había prometido, el<br />

doctor Patarroyo le hizo llegar <strong>un</strong>a respuesta optimista a su solicitud. El padre no almorzó.<br />

A las siete menos diez minutos llegó a los estudios <strong>de</strong> Inravisión, <strong>de</strong> don<strong>de</strong> se transmitía su<br />

programa, e improvisó frente a las cámaras el mensaje directo a Escobar. Fueron sesenta<br />

seg<strong>un</strong>dos que cambiaron la poca vida que le quedaba. De regreso a casa lo recibieron con<br />

<strong>un</strong> canasto <strong>de</strong> mensajes telefónicos <strong>de</strong> todo el país, y <strong>un</strong>a avalancha <strong>de</strong> periodistas que a<br />

partir <strong>de</strong> aquella noche no iban a per<strong>de</strong>rlo <strong>de</strong> vista hasta que cumpliera su propósito <strong>de</strong><br />

llevar <strong>de</strong> la mano a Pablo Escobar hasta la cárcel.<br />

El proceso final empezaba, pero los pronósticos eran inciertos, porque la opinión pública<br />

estaba dividida entre las muchedumbres que creían que el buen sacerdote era <strong>un</strong> santo y los<br />

incrédulos convencidos <strong>de</strong> que era medio loco. La verdad es que su vida <strong>de</strong>mostraba<br />

muchas cosas menos que lo fuera. Había cumplido ochenta y dos años en enero, iba a

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