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que si <strong>un</strong> comando <strong>de</strong> la policía asaltaba la casa a esa hora, los guardianes no tendrían<br />

tiempo <strong>de</strong> <strong>de</strong>spertar.<br />

La condición común era el fatalismo absoluto. Sabían que iban a morir jóvenes, lo<br />

aceptaban, y sólo les importaba vivir el momento. Las disculpas que se daban a sí mismos<br />

por su oficio abominable era ayudar a su familia, comprar buena ropa, tener motocicletas, y<br />

velar por la felicidad <strong>de</strong> la madre, que adoraban por encima <strong>de</strong> todo y por la cual estaban<br />

dispuestos a morir. Vivían aferrados al mismo Divino Niño y la misma María Auxiliadora<br />

<strong>de</strong> sus secuestrados. Les rezaban a diario para implorar su protección y su misericordia, con<br />

<strong>un</strong>a <strong>de</strong>voción pervertida, pues les ofrecían mandas y sacrificios para que los ayudaran en el<br />

éxito <strong>de</strong> sus crímenes.<br />

Después <strong>de</strong> su <strong>de</strong>voción por los santos, tenían la <strong>de</strong>l Rovignol, <strong>un</strong> tranquilizante que les<br />

permitía cometer en la vida real las proezas <strong>de</strong>l cine. «Mezclado con <strong>un</strong>a cerveza <strong>un</strong>o entra<br />

en onda enseguida -explicaba <strong>un</strong> guardián-. Entonces le prestan a <strong>un</strong>o <strong>un</strong> buen fierro y se<br />

roba <strong>un</strong> carro para pasear. El gusto es la cara <strong>de</strong> terror con que le entregan a <strong>un</strong>o las llaves.»<br />

Todo lo <strong>de</strong>más lo odiaban: los políticos, el gobierno, el Estado, la justicia, la policía, la<br />

sociedad entera. La vida, <strong>de</strong>cían, era <strong>un</strong>a mierda.<br />

Al principio fue imposible distinguirlos, porque lo único que veían <strong>de</strong> ellos era la máscara,<br />

y todos les parecían iguales. Es <strong>de</strong>cir: <strong>un</strong>o solo. El tiempo les enseñó que la máscara<br />

escon<strong>de</strong> el rostro pero no el carácter. Así lograron individualizarlos. Cada máscara tenía<br />

<strong>un</strong>a i<strong>de</strong>ntidad diferente, <strong>un</strong> modo <strong>de</strong> ser propio, <strong>un</strong>a voz irren<strong>un</strong>ciable. Y más aún: tenía <strong>un</strong><br />

corazón. A<strong>un</strong> sin <strong>de</strong>searlo terminaron compartiendo con ellos la soledad <strong>de</strong>l encierro.<br />

Jugaban a las barajas y al dominó, y se ayudaban en la solución <strong>de</strong> los crucigramas y<br />

acertijos <strong>de</strong> las revistas viejas.<br />

Marina era sumisa a las leyes <strong>de</strong> sus carceleros, pero no era imparcial. Quería a <strong>un</strong>os y<br />

<strong>de</strong>testaba a otros, llevaba y traía entre ellos comentarios maliciosos <strong>de</strong> pura estirpe<br />

maternal, y terminaba por armar <strong>un</strong>os enredos internos que ponían en peligro la armonía <strong>de</strong>l<br />

cuarto. Pero a todos los obligaba a rezar el rosario, y todos lo rezaban.<br />

Entre los guardianes <strong>de</strong>l primer mes había <strong>un</strong>o que pa<strong>de</strong>cía <strong>de</strong> <strong>un</strong>a <strong>de</strong>mencia súbita y<br />

recurrente. Lo llamaban Barrabás. Adoraba a Marina y le hacía caricias y berrinches. En<br />

cambio, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su primer día fue <strong>un</strong> enemigo encarnizado <strong>de</strong> Maruja. De repente enloquecía,<br />

le daba <strong>un</strong>a patada al televisor y arremetía a cabezazos contra las pare<strong>de</strong>s.<br />

El guardián más raro, sombrío y callado, era muy flaco y <strong>de</strong> casi dos metros <strong>de</strong> estatura, y<br />

se ponía encima <strong>de</strong> la máscara otra capucha <strong>de</strong> suda<strong>de</strong>ra azul oscuro corno <strong>de</strong> fraile loco. Y<br />

así lo llamaban: el Monje. Permanecía largo rato agachado y en trance. Debía ser <strong>de</strong> los<br />

más antiguos, pues Marina lo conocía muy bien y lo distinguía con sus cuidados. Él le<br />

llevaba regalos al regreso <strong>de</strong> sus <strong>de</strong>scansos, y entre ellos <strong>un</strong> crucifijo <strong>de</strong> plástico que Marina<br />

llevaba colgado <strong>de</strong>l cuello con la misma cinta ordinaria con que lo recibió. Sólo ella le<br />

había visto la cara, pues antes <strong>de</strong> que llegaran Maruja y Beatriz todos los guardianes<br />

andaban <strong>de</strong>scubiertos y no hacían nada por ocultar su i<strong>de</strong>ntidad. Marina lo interpretaba<br />

como <strong>un</strong> indicio <strong>de</strong> que no saldría viva <strong>de</strong> aquel encierro. Decía que era <strong>un</strong> adolescente<br />

apuesto, con los ojos más bellos que había visto, y Beatriz lo crela, porque sus pestañas<br />

eran tan largas y rizadas que se le salían por los huecos <strong>de</strong> la máscara. Era capaz <strong>de</strong> lo<br />

mejor y lo peor. Fue él quien <strong>de</strong>scubrió que Beatriz llevaba <strong>un</strong>a ca<strong>de</strong>na con la medalla <strong>de</strong> la<br />

Virgen Milagrosa.<br />

-Aquí están prohibidas las ca<strong>de</strong>nas -le dijo-. Tiene que darme ésa.<br />

Beatriz se <strong>de</strong>fendió angustiada.

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