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Benito Perez Galdos - Fortunata y Jacinta - v1.0

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trastos que se sacaron, y a reparar lo que de<br />

reparación era susceptible.<br />

<strong>Fortunata</strong> estuvo aquel día aburridísima,<br />

con muchas ganas de levantarse. Por respeto<br />

a las ordenanzas del señor de Quevedo, seguía<br />

en la cama, pero ya no aguantaría<br />

aquella cárcel enojosa dos días más. Juan<br />

Evaristo Segismundo, después que le trajeron<br />

de San Ginés, estaba tan guapote y satisfecho,<br />

cual si tuviera conciencia de su dichoso<br />

ingreso en la familia cristiana; y para<br />

celebrarlo, en cuantito llegó al lado de su<br />

madre, buscó la despensa y se puso el cuerpo<br />

que no le cabía una gota más de leche.<br />

Oía <strong>Fortunata</strong> los ronquidos del venerable<br />

Platón, cual monólogo de un cerdo, y sentía<br />

también los paseos de Ido, y algún monosílabo<br />

ininteligible, suspiros que parecían ayes<br />

de pena o invocaciones poéticas; y cuando<br />

[307] el profesor llegaba en su deambulación<br />

febril a la puerta de la alcoba, creía distinguir<br />

sus manos o parte de un brazo que subían<br />

hasta cerca del techo. Luego sonó la campa-

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