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crítica de exposición
Otra cuestión que resulta sorprendente es la escasa presencia de bodegones
y naturalezas muertas, habituales en este tipo de colectivas. Sólo dos autores,
y ambos en clave hiperrealista, representan a un género que, en España, tanto ha
aportado históricamente, por un lado, a la tradición realista, como demostración de
destreza pictórica y captación veraz de lo externo, y por otro, desde el pasado siglo,
a las vanguardias renovadoras, como vehículo fundamental –junto al paisaje- de
innovación y asimilación de los nuevos lenguajes artísticos. Leonardo Fernández
evidencia, una vez más, su habilidad con un bodegón frutero, Cerezas, que compendia
todas las virtudes que se exigen para todo especialista en el género: claridad
expositiva, organización espacial, calidades matéricas y, por supuesto, pericia técnica.
Similar virtuosismo ostenta Lupe Sabio en su Alacena; sin embargo, a la par que
demuestra su delicadísimo toque de pincel, intuimos una pulsión interior, una poética
del deterioro que rivaliza con la faz aparente del motivo.
Y salvo la estampa de Valentín Kovatchev, un aguafuerte en combinación
con manera negra, el resto de los artistas de la exposición basculan hacia una pintura
de corte más tradicional, tanto en la temática como en la factura, sobre todo en
el paisaje, género depositario de los últimos rescoldos de aquel luminismo mediterráneo
y optimista, vigente durante muchas décadas y que tantos adeptos –pintores
y público- aún hoy día conserva. Prueba de ello son Ángel Giró y Pérez Ramos, quienes
persisten en su incansable escudriñar por Málaga y sus pueblos con una premisa
muy clara: hallar en sus calles, rincones y plazas el aliento del pueblo andaluz, su
vitalismo inmanente. También Rafael Molina, con un cromatismo menos fogoso y
más perfilado, indaga en motivos urbanos si bien se decanta por enclaves solitarios
y apartados del bullicio cotidiano.
En el apartado de Figuras se aprecian unos altibajos cualitativos que a
pesar de los intentos de la organización por subsanarlos (nos consta la progresiva
reducción anual de participantes), los contrastes son aún llamativos, por lo que sólo
destacaremos el óleo de Revello de Toro, su “clásica” mujer, intimista y soñadora,
con la conocida maestría y liberalidad de pincel que le caracteriza; el dibujo de
Antonio Montiel, un pastel y carbón con la efigie de la Soledad de San Pablo, efectista
y monumental; Torres Narváez, que en esta ocasión abandona el ambiente
rociero y los corrillos de flamencas y se traslada al monaguillismo de finales del XIX,
y el lienzo de Rando Soto, cuyo asunto ¿felino? y forzado encuadre nos extraña
sobremanera en su producción habitual. Entre los más jóvenes, la evolución de Raúl
Berzoza es un hecho indiscutible desde las últimas convocatorias. Su dominio del
dibujo y poderosa pincelada vislumbran unas expectativas óptimas para que, en
pocos años, desborde las lindes academicistas que se autoimpone y acometa una
sintaxis menos atemperada y más comprometida, sin duda alguna, con nuevas formas
de expresión.
El peso de la tradición marinera en la pintura malagueña es aún, a comienzos
del siglo XXI, palpable y manifiesta. Las consignas pictóricas que se imponían
para ejecutar una marina según los cánones preceptivos (gradaciones de la luz,
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