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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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identificamos las tumbas de Lorenzo y Julio de Medici, decoradas con representaciones<br />

escultóricas de Miguel Ángel. Al cruzar una amplia piazza estaba<br />

el Palazzo Medici-Riccardi y, en la esquina próxima, el antiguo monasterio de San<br />

Marco, donde estuvo preso el predicador Girolamo Savonarola. Cerca, la Spedale<br />

degli Innocenti (orfanato), con un pórtico decorado con diez medallones de<br />

terracotas azules y blancos. Detrás <strong>del</strong> orfanato, al sur <strong>del</strong> Arno, encontramos<br />

la iglesia franciscana de Santa Croce. Sabíamos que allí estaban las tumbas de<br />

Maquiavelo y Miguel Ángel, y pasamos a su interior austero, reflejo de la clásica<br />

simplicidad franciscana, deteniéndonos ante las lápidas. Pronto distinguimos<br />

la de Maquiavelo. Frente a su tumba yo les dije a mis amigos cuanto<br />

pensaba de su libro El príncipe. La lectura se me había transformado en algo<br />

vulgar, sin sentido. No me gustaba que todo fuera calculado, y menos que imperara<br />

la intriga antes que las buenas intenciones, lo amoral antes que la virtud.<br />

En París yo había leído algunos escritos de Benjamín Franklin, y me había maravillado<br />

cómo aquel hombre, uno de los impulsores de la independencia de las<br />

colonias inglesas de Norteamérica, había equilibrado perfectamente los tropiezos<br />

políticos con la práctica de la virtud. Había probado, en sí mismo, que era<br />

posible aplicarle ética a la política. Me interesaban sus procedimientos porque<br />

yo visualizaba que la gloria sólo era posible si uno no se dejaba tentar por los<br />

demonios de la política. A saber: la prevalencia, la ambivalencia y la inminencia.<br />

Maquiavelo enseñaba que había que prevalecer por encima de todo, pues el fin<br />

justificaba los medios, por lo cual era necesario utilizar la ambivalencia dentro<br />

de un espacio donde no cabía la historia: la inminencia. Rodríguez estuvo de<br />

acuerdo, pero Fernando se inclinaba a darle la razón a Maquiavelo en algunas<br />

cosas. Explicó que nosotros teníamos por <strong>del</strong>ante una lucha que admitía, por<br />

sí misma, una prevalencia, y había que ponerle cálculo al asunto, aunque entendía<br />

que sin un aliciente romántico no habría gusto en la aventura. Yo convine<br />

en que si había algo en lo que había leído de El príncipe que se parecía un<br />

poco a nuestra realidad de filósofos era que yo quería esclarecer cuál era el<br />

verdadero beneficio personal que me traería la lucha por la independencia.<br />

Les dije que, cuando lo pensaba, me negaba a decírmelo a mí mismo y sólo<br />

reparaba en las consecuencias. Sin embargo era bueno, para la salud de mi<br />

espíritu, confesarles mis intenciones individuales. Una cosa era clara: no me<br />

interesaban el dinero y menos el poder. Me movía, eso sí, la gloria personal,<br />

hacer historia. Fernando estaba de acuerdo, él también quería lo mismo. Entonces<br />

Rodríguez preguntó si una vez que juráramos nos pondríamos en marcha<br />

inmediatamente. Fernando, sin entenderlo, le contestó que sí, que nos<br />

iríamos a Nápoles y aceptaríamos la invitación <strong>del</strong> barón de Humboldt y <strong>del</strong><br />

físico francés Gay-Lussac para subir el Vesubio. Después saldríamos de Géno-<br />

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