dónde provenían esos versos que se referían a los colores de la paloma. Manzoni seguramente se devanaba los sesos, pero no aventuró ningún juicio, y su silencio significó su derrota. Para Rodríguez y para mí (las donne parecían ausentes, y ni siquiera Marina prestaba atención al lance poético) Fernando, esta vez sin pistola, había tumbado a uno más, probando que nada representaba para él un obstáculo insalvable. 64
13 Fernando Toro Quise casarme, a los dieciséis años, con mi prima segunda Belén Jeres de Aristeguieta y Blanco. Era mayor que yo (me llevaba siete años), y cuando su padre se enteró <strong>del</strong> asunto no le gustó en lo más mínimo, y lo mismo sucedió con el comandante de las milicias, el marqués <strong>del</strong> Toro. Mi intención de viajar a Caracas, pocos días después de mi graduación, no pudo llevarse a cabo porque don Miguel Jeres de Aristeguieta llegó a San Mateo y habló en privado con el comandante Toro. Ambos hombres coincidieron en el tema de los casamientos a temprana edad y las consecuencias fatales que acarreaban. Me llamaron y me dieron una filípica que me dejó humillado y, sobre todo, joven y estúpido. No me negaron permiso para ver a Belén –quizás habría sido menos cruel si me lo hubieran negado-, pero don Miguel explicó con penosa claridad que no habría compromiso, oficial ni extraoficial, y que para volver a hablar <strong>del</strong> asunto había que esperar varios años, hasta que yo hubiera adquirido más sabiduría y buen sentido. Si eso quedaba entendido, él no tenía inconvenientes en que yo visitara su casa cuando estuviera en la ciudad. No se trataba de una intransigencia suya, todo lo contrario, comprendía mis sentimientos. Pero estaba seguro que mi relación con Belén no resultaría porque era muy joven para pensar en casarme. Quizás Belén no lo era tanto, pero yo sí. Era necesario entonces que yo cambiara los dientes y, si era sensato, dejara pasar unos ocho o diez años antes de atarme a enaguas y bebés. Ése era su consejo. Cuando yo intenté defender mi causa, el comandante Toro me dijo que no fuera tonto. Si insistía en mi actitud significaba que no estaba preparado para estar en las milicias, y sería mejor que pidiera un traslado a algún sector <strong>del</strong> servicio más sedentario. Yo no podía vivir sin Belén, y pensé que lo único que podía hacer era escaparme con ella. Si Belén y yo nos escapábamos su padre no tendría más remedio que aceptar la boda, y si no podía quedarme en las milicias habría otros regimientos en la provincia. En esas circunstancias pasé mi primera semana como oficial de las milicias en San Mateo. Había tanto que hacer y tanto que aprender. Pero, aunque los días estaban llenos de interés, las noches se convirtieron en largas batallas para conciliar el sueño, porque entonces sólo tenía tiempo para pensar en Belén. Las noches alargaban la semana. Sin embargo, pronto llegó el sábado. Yo le había enviado una carta a Belén diciéndole que iría a la ciudad, y una más larga y formal a su madre doña Josefa María Blanco y Herrera, pidiéndole permiso para visitarlos. Doña Josefa, mi tía abuela materna, me recibió en la sala amable pero incómoda, y 65
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personal, no tenía atadura. Estaba
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