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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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nombraba en un cargo colonial en una de las posesiones españolas de las<br />

Antillas. Ya en alta mar Mallo había sido arrojado por la borda. Aunque no<br />

tenía plan alguno con la francmasonería, me sumé a ella. Fernando Toro me<br />

convenció que era útil, sobre todo para viajar. Así uno estaba más protegido.<br />

Asistí a algunas reuniones mientras estuve en Cádiz. Hablábamos de comercio,<br />

pero no hubo un comentario de política, por lo menos en las reuniones en que<br />

yo participé. En Madrid me enfrenté a las lágrimas de don Bernardo Rodríguez<br />

<strong>del</strong> Toro y Ascanio al darle la infausta noticia de la muerte de su hija y algunos<br />

objetos que ella, en su agonía, me pidió que le entregara. Poco después nos<br />

sacaron, por falta de alimentos, a todos los habitantes de las colonias que allí<br />

estábamos. Fernando, mis sobrinos y yo viajamos a Francia, siguiendo la ruta<br />

de Bilbao. Estuve de nuevo en Bilbao, recordando con gratitud los meses<br />

pasados junto a Antonio Adán de Yarza. Después nos fuimos a Bayona, y de<br />

allí a Tolosa y Sorez, a gestionar el ingreso de los muchachos en el colegio<br />

militar. Nos recibió el padre François Ferlus, director <strong>del</strong> establecimiento. No<br />

hubo inconvenientes para que mis sobrinos hicieran su ingreso. Nos quedamos<br />

varios días, y el padre Ferlus nos mostró la escuela, que entonces era privada,<br />

pues él se la había comprado al gobierno de la Convención. Vimos sus edificios,<br />

patios, salas, corredores, iglesia, dormitorios, el parque a la sombra de sus<br />

árboles milenarios, los caballos en las vastas caballerizas destinados a los<br />

ejercicios de equitación de los cadetes, los primeros estandartes y uniformes<br />

<strong>del</strong> colegio, desteñidos por el tiempo, que evocaban guerras de religión. El<br />

padre Ferlus nos contó la historia <strong>del</strong> campanario de la torre de la escuela,<br />

vieja reliquia de la Edad Media, y nos quedamos un rato mirando la estatua<br />

de Luis XVI en el inmenso patio de la izquierda. Hablamos de aquel rey desgraciado.<br />

Era el único vestigio público que quedaba de él en Francia. El padre<br />

Ferlus nos explicó que ellos habían decidido mantener la estatua porque él<br />

había hecho mucho por la escuela. Después de abrazar a mis sobrinos y de<br />

encargarles buena conducta, Fernando y yo viajamos a París. ¿A qué íbamos<br />

a París? A vivir la vida, pues no a otra cosa. Yo había quedado deslumbrado<br />

por esa ciudad la primera vez que fui, y se lo hice saber en una carta a mi amigo<br />

Alejandro Dehollain. Esperaba encontrarlo en París, pues le había escrito<br />

que iba en camino. Sin embargo Fernando me dijo en la diligencia que, pese<br />

a mis razones, teníamos la oportunidad de aprender. En París siempre pasaban<br />

grandes cosas. Veníamos <strong>del</strong> pie de la pirámide <strong>del</strong> mundo. Debíamos aprovechar<br />

no sólo la generosidad y disposición de las hermosas mujeres francesas.<br />

Yo no estaba para cosas grandes, y en cuanto a lecturas prefería leer clásicos,<br />

como los que había leído por primera vez en Bilbao. Mis réplicas eran poco<br />

edificantes para mi amigo Fernando Toro, ávido de conocimientos y aventuras<br />

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