Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui
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Fuente de Neptuno<br />
Llegamos a Bolonia, la capital <strong>del</strong> mejor trozo de la Emilia, por un mal<br />
puente gótico de dos barcas, y cuando enfilamos hacia el centro, rumbo a la<br />
Piazza Maggiore, me quedé feliz de que fuera distinta a Ferrara. Era una ciudad<br />
colorida. Los palazze (Maggiore, Malvezzi, Malvasia, Zambeccari, Caprara, Aldrovandi)<br />
estaban construidos con ladrillos de colores, y había galerías porticadas<br />
con pequeñas tiendas. No había palomas pero sí montones de perros,<br />
aunque no callejeros, sino con amos, pues lucían collares, belfos espumosos<br />
de animales bien comidos, colas raudas, ojos vivos. Al bajarnos de la calesa,<br />
en la Piazza Maggiore, me sorprendió la imponencia de la iglesia de San Petronio,<br />
y no resistí la tentación de curiosear su interior y admirar su galería de pintura<br />
con cuadros de Van Dyck y <strong>del</strong> Guido. Conseguimos alojamiento en Il albergo<br />
di San Giorgio, al lado de la iglesia de San Petronio, frente a la Piazza Maggiore<br />
(en cuyo centro está la famosa fuente pública de Neptuno, con cuatro Nereidas<br />
en los ángulos exprimiéndose agua de los pechos, obra de Giovanni di<br />
Bologna) y casi en diagonal con el Palazzo Maggiore, llamado de la Comuna,<br />
antigua residencia <strong>del</strong> rey Enzo y ahora <strong>del</strong> Cardenal Legado y demás jefes<br />
primados. De las trece provincias en que se dividían los Estados Pontificios,<br />
cuatro (Bolonia, Ferrara, Rávena y Urbino) se llamaban Legaciones y estaban<br />
gobernadas por un cardenal legado. Yo estaba aprensivo porque Marina no<br />
podía enceguecerse por amor, ni dejaba de pensar con lógica, como todo el<br />
mundo. Sin embargo tenía presentes las palabras de su madre en el camino a<br />
Ferrara. Marina è sognatrice. Lo que quería decirle y que había compuesto en el<br />
camino, pese a que no lograba identificarla plenamente en el futuro (no soñaba<br />
con ella, me dispersaba ante su substancia), estaba signado por unos razonamientos<br />
a medio camino entre epicúreos y rusonianos. Había pensado<br />
que, para que me aceptara y viviéramos plenamente, debía cambiar su manera<br />
particular de enfrentarse a la vida. Era indispensable que se encegueciera<br />
por amor, sobre todo si yo era el protagonista de sus sueños, y dejara de<br />
pensar con lógica. Yo creía que lo más incompatible con el amor era el raciocinio.<br />
Lo había aprendido de Rousseau, quien, en Julia o la nueva Eloísa, escribió<br />
que era mejor sentir y luego existir, en abierta contradicción con cuanto había<br />
expresado antes, acerca de que la razón lo movía todo. Debía convencerla de<br />
que cuanto queríamos de la vida no estaba en el Viejo Mundo sino en el Nuevo<br />
Mundo. Allí todo estaba por hacer, y todos los días había que inventar un<br />
nombre para nombrar cuanto sucedía. Yo estaba claro, después de conversar<br />
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