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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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Marina<br />

La conocí en la catedral de Milán el día en que Napoleón se coronó rey de<br />

Italia. Rodríguez, Fernando y yo acudimos a la ceremonia, acompañados por<br />

Alessandro Manzoni, poeta bonapartista, conocido y celebrado en Milán y París<br />

por la publicación de una oda (El cinco de mayo) dedicada a Napoleón. Cuando<br />

Napoleón se ciñó la corona de hierro de los reyes lombardos la gente reunida<br />

estalló de entusiasmo. Yo no quitaba los ojos de él. Era un hombre pequeño<br />

y nervioso, ni más ni menos de mi estatura, y vestía una sencilla casaca, sin<br />

condecoraciones. La corona que se ciñó me pareció poca cosa, lo que me impresionó<br />

fue la curiosidad que él despertaba, el objeto de devoción que era su<br />

persona, las aclamaciones que le hicieron. Eso era llegar a lo más alto en la<br />

vida. Pensé entonces en la gloria que tendría el hombre capaz de independizar<br />

a América de España, después de tremendas hazañas militares, como las de<br />

Napoleón, y, aunque no me lisonjeaba con hacer el papel principal, quería<br />

ser yo. Pero hubo otra cosa en la cual centré mi atención ese día. Alessandro<br />

Manzoni, casi de mi misma edad (tenía dos años menos que mis veintidós no<br />

cumplidos), aunque más alto, más fuerte, nos presentó a su novia. Se llamaba<br />

Marina Cardamone. Había nacido en Florencia pero, muy niña, la trajeron a vivir<br />

a Milán. Era una mujer alta, de intensos y vivos ojos azules, llena de cuerpo,<br />

de pechos altos, cabellos color <strong>del</strong> oro. Sonreía como los ángeles. Me cautivó<br />

de inmediato y no lo disimulé. Fernando Toro, pudibundo, me previno, pero<br />

Rodríguez me hizo un guiño de complicidad. No creía que yo debiera andar con<br />

remilgos a esa hora <strong>del</strong> mundo. Esa mañana en Milán hasta dejé plantados<br />

a Fanny Du Villars y a su marido, el coronel Bartolomé Dervieu Du Villars, y<br />

olvidé, incluso, la admiración que tenía por el destino de Napoleón. Sólo me<br />

concentré en Marina Cardamone. De la catedral salimos a la Piazza <strong>del</strong> Duomo, y<br />

yo no paraba de conversar con ella. Me encantó su desenvoltura, como no había<br />

visto en otra mujer, y el sonido líquido de su voz. Me contó que ella y su madre<br />

vivían en la ciudad, pero que su padre estaba en Florencia, donde era oficial<br />

de guarnición. Era colonello. Ella y su madre tenían pensado viajar a Florencia<br />

con el objeto de participarle al padre su próximo matrimonio con Alessandro<br />

Manzoni. Cogí la ocasión al vuelo y le dije que mis amigos y yo teníamos el<br />

plan de visitar todo el país, y que de Milán iríamos a Padua, Venecia, Florencia,<br />

Roma y Nápoles. Ella no entendía quiénes éramos y menos qué buscábamos<br />

tan lejos de nuestro hogar. Decidí confiarle la verdad, aunque más con el deseo<br />

de impresionarla. Le dije que éramos filósofos, que el viejo de Rodríguez<br />

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