Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui
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Consuelo de amor platónico<br />
Esta vez nuestro transporte fue una vettura, con dos conductores, padre e<br />
hijo, que se turnaron en el camino en azuzar las mulas. Íbamos pésimamente<br />
acomodados, cada uno por el pago de dos cequíes y cinco páolos hasta Florencia,<br />
que eran nueve postas. Al día siguiente, después de pernoctar en<br />
Loaino, nos enfrentamos a los Apeninos, un país amesetado, con suaves ondulaciones<br />
y bosques de robles centenarios, campos de cereales, colinas de<br />
viñedos y jardines naturales con toda la variedad florística de la región, creciendo<br />
al alcance de la mano. Subimos por un camino arqueado (un cintillo<br />
en la tierra negreada), a una altura de casi dos mil metros, donde, además de<br />
robles, crecían abedules, castaños y pinos. A esa altura nos aproximamos a<br />
una abadía benedictina. No me impresionó la muralla que la rodeaba, similar<br />
a otras que había visto en el norte de Italia, sino la mole <strong>del</strong> Edificio. Después<br />
<strong>del</strong> portalón, que era el único paso en toda la muralla, se abría una avenida<br />
arbolada que llevaba a la iglesia. A la izquierda de la avenida se extendía una<br />
amplia zona de huertos dispuestos según la curva de la muralla. En el fondo,<br />
a la izquierda de la iglesia, se erguía el Edificio, separado de la iglesia por una<br />
explanada cubierta de tumbas. En el portalón nos recibió un monje. Saludó a<br />
los dos conductores de carreta, quienes le entregaron una carta con sellos<br />
cardenalicios dirigida al Abad, y después se fijó en nosotros. Advirtió nuestra<br />
facha de extranjeros (a excepción de Manzoni y las nobildonna, claro), y nos<br />
condujo a una construcción pequeña a la derecha de la avenida y al lado de la<br />
iglesia. Era la casa de los peregrinos. Allí dos monjes con sendos albornoces<br />
de gruesa tela oscura (el hábito de los benedictinos) nos trajeron en una bandeja<br />
vino, queso, aceitunas y uva, y nos hicieron compañía mientras comíamos<br />
y bebíamos con gran <strong>del</strong>eite. Ocurrió aquí, aquel mediodía, a un comentario<br />
de Rodríguez acerca de la vida y la muerte, una discusión que estuvo a punto<br />
de terminar en duelo entre uno de los monjes llamado Salvatore y Manzoni.<br />
Rodríguez habló de que no había por qué prepararse para la otra vida, sino<br />
que había que usar bien esta única vida que nos había sido dada para arrostrar,<br />
cuando se presentara, la única muerte de la que jamás tendríamos experiencia.<br />
Era necesario meditar antes, y muchas veces, sobre el arte de morir, para después<br />
conseguir hacerlo bien una sola vez. El monje Salvatore le pidió a Rodríguez<br />
con voz cortés que no blasfemara, y que no intentara penetrar los misterios<br />
divinos. Citó un ejemplo: Dios no había concedido la predicación de su<br />
Hijo a los indígenas de las Américas, pero en su bondad les había enviado a<br />
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