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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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entero, ambición para convertir a todos los pueblos de la tierra en arrabales<br />

tributarios, mujeres para hacer pasar las ruedas sacrílegas de su carruaje sobre<br />

el tronco destrozado de sus padres, y oradores para conmover, como Cicerón,<br />

y poetas para seducir con su canto, como Virgilio, y satíricos, como Juvenal y<br />

Lucrecio, y filósofos débiles, como Séneca, y ciudadanos enteros, como Catón.<br />

Lo que escribí lo comparé a lo que ya había escrito inicialmente para mi<br />

juramento, y me di cuenta, con satisfacción, que concordaban. Tenía todo el<br />

juramento escrito. Rodríguez creía, cuando lo leyó, que era electrizante. En su<br />

totalidad el juramento le parecía una hermosa pieza de oratoria. Lo leyó en<br />

voz alta, y cuando terminó, dando grandes pasos por la habitación, Fernando<br />

y yo nos quedamos en silencio. Rodríguez estaba radiante. Le parecía<br />

inconcebible que semejante lectura no hubiera recibido de nosotros un aplauso.<br />

Fernando y yo lo miramos fijamente. La opinión de Fernando era que estaba<br />

muy bueno, pero le atemorizaba el hecho de que no estuviéramos a la altura<br />

de esas palabras. Si no cumplíamos íbamos a quedar, frente a nosotros mismos,<br />

como unos charlatanes. ¿Queríamos eso? Nos miró a los dos, primero a<br />

Rodríguez y después a mí. Rodríguez había caído en cuenta de las palabras de<br />

Fernando, y estaba inmóvil en medio de la habitación con el papel en la mano.<br />

Me tocaba decir algo, y en forma escueta y en voz baja les pedí que no<br />

tuviéramos miedo. Haríamos todo lo que allí estaba escrito. Cuando se metió<br />

el sol, casi a las diez de la noche, yo tenía un deseo enorme de irme a América,<br />

de estar solo, para concentrarme y concentrar mis fuerzas en el camino que<br />

tenía por <strong>del</strong>ante. Sin embargo iba a tardar un poco para estar como deseaba,<br />

libre de presencias que me distrajeran. Todavía me esperaba un drama en París<br />

con Fanny Du Villars. Había pensado mucho en los últimos días en Teresa<br />

Laisné, y estaba consciente que no era, ni mucho menos, la mujer ideal. En<br />

comparación con mi recordada Teresa Toro, o con el deseo de perpetuar mi<br />

relación con Marina, o con la distracción de los sentidos que significó Fanny<br />

Du Villars, Teresa Laisné no pasó de ser la amante perfecta. Era cariñosa,<br />

entregada y espléndida a la hora <strong>del</strong> amor. Sin embargo había algo que la hacía<br />

inolvidable: Teresa Laisné era mía. Era una contradicción. Pero yo no tenía<br />

dudas de que, a pesar de estar casada con otro, estaba para mí, sin reproches<br />

ni exigencias. Esa noche, incapaz de conciliar el sueño, decidí escribirle y<br />

contárselo todo, convencido de que era la única persona que podía entenderme.<br />

Le confesé que no era feliz porque estaba consciente que había perdido la<br />

última oportunidad de vivir una vida normal al lado de una mujer. Yo no le<br />

había escrito desde mi partida de París. ¿Qué podía preguntarle o decirle que<br />

le interesara? Siempre el mismo tren de vida, siempre el mismo fastidio. Pero<br />

le anuncié algo nuevo esa vez, y era que iba a buscar otro modo de vida. Estaba<br />

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