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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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pues el militar con el que había soñado o el que recordaba tenía mis mismas<br />

facciones, mi mismo porte, y me había reconocido a pesar de que yo no llevaba<br />

uniforme. Días antes había ido al desfile militar en Monte Chiaro, cerca de<br />

Castiglione, con el deseo de encontrar, entre los oficiales franceses, el militar<br />

de sus sueños. Pero no vio a nadie que se asemejara a él. Era cierto que se<br />

había comprometido con Manzoni y, pese a todo, estaba enamorada de él, con<br />

un amor que muy bien pudiera tildarse de común, como el que una persona<br />

colocaba sobre otra que no se correspondía con sus sueños. Ella me amaba<br />

(io l’amo signore Simón), pero debía comprender que todavía se resistiera a quemar<br />

sus naves, pues no sabía qué quería yo de la vida. Se culpaba de ser fatalmente<br />

consciente, pues habría sido mejor si fuera capaz de enceguecerse,<br />

pero no podía dejar de pensar con lógica ni en presencia de su propio sueño,<br />

al que sin embargo no había abandonado aun ante las puertas de un matrimonio.<br />

Debía creerle. Ella no se había transado con la cotidianidad de la vida.<br />

Su fe en infinitos mundos, la convicción de que nada era en vano ni sucedía<br />

en vano, había hecho posible un suceso anunciado en su vida de antemano.<br />

Pero debía disculpar sus dudas. A despecho de lo que significaba para ella<br />

cuanto había vivido desde que me conoció, su lógica implacable le dictaba<br />

primero un conocimiento exhaustivo <strong>del</strong> terreno que pisaba. Yo debía manifestarme.<br />

Ella sólo sabía que yo era un filósofo, y que andaba en búsqueda <strong>del</strong><br />

momento y el lugar propicios para hacer un juramento que implicaba la consagración<br />

a una causa política. Me enfrentó ahora con sus ojos anegados (era<br />

de fácil lágrima), y me hizo prometerle que antes que llegáramos a Florencia<br />

le explicara en qué consistía el mundo para mí. Al anochecer miré el techo <strong>del</strong><br />

cuarto y me desvelé ensayando discursos para ella, en los cuales la ubicaba<br />

en un lugar que, por más que lo construía en mi mente, quedaba ambiguo,<br />

flotando en la nada, pues la cara que veía entre los estampidos de las batallas<br />

no era la suya, ni sus brazos los que me abrazaban en noches cálidas, ni menos<br />

la cabellera suelta de una mujer que durante una madrugada incierta me salvaría<br />

la vida.<br />

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