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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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a la ciudad. Algo había cambiado en el interior <strong>del</strong> tío Esteban y, durante el<br />

viaje de vuelta a Caracas y las semanas en que preparó su viaje para España,<br />

se limitó a hablar poco, sin la sonrisa que era lo mejor de su persona. El día<br />

que se fue pasó por nuestra casa, habló largo rato con mi madre en el despacho,<br />

y después rió y jugó conmigo en el patio interior. Me hizo la promesa de<br />

que cuando creciera iba a vivir con él en España. Partió. Un día le oí decir a mi<br />

madre, hablando con mi abuelo, que esperaba que tuviera éxito en la gestión<br />

de lograr el título de marqués para Juan Vicente. El abuelo respondió que tenía<br />

pocas esperanzas de que no se le atravesara el nudo de la Marín. Años más<br />

tarde supe que mi tatarabuela paterna había sido una india, y que mi abuelo<br />

Juan de Bolívar y Martínez había hecho diligencias para comprar un marquesado,<br />

pero que no pudo hacerlo por la imposibilidad de demostrar la limpieza<br />

de sangre de su mujer Petronila de Ponte y Marín, con la que se había casado<br />

en segundas nupcias. Ahora mi madre, en complicidad con mi abuelo, enviaba<br />

a España a mi tío Esteban a reanudar la compra, pretextando su desliz con<br />

la esclava. La razón, sin embargo, era que mi tío Esteban estaba mejor preparado<br />

que mis otros tíos maternos para tratar con los miembros de la corte. El<br />

tío Esteban era hombre de modales finos. Se parecía mucho a mi madre. Él y<br />

mi madre eran los preferidos de mi abuelo Feliciano. Poco después el tío Esteban<br />

se sintió tan a gusto en España que le escribió a mi madre para que se<br />

fuera con nosotros a vivir allá. Pero mi madre no era de las que se dejaban<br />

convencer con entusiasmos. Tenía un acentuado pragmatismo y no dudaba de<br />

qué era lo que le convenía. Siguió al frente de sus propiedades, inmutable y<br />

feliz, y hasta un almacén de géneros tuvo, pero llegó el día ingrato en que<br />

volvió a caer enferma. Esa vez las visitas <strong>del</strong> médico y de mi abuelo Feliciano<br />

fueron más seguidas, y sus semblantes estaban sombríos. Le pedí varias veces<br />

a María Antonia que me llevara al cuarto de mi mamá, y su respuesta fue que<br />

no se podía. Así que nunca más la vi con vida. Un amanecer los rostros de todo<br />

el mundo me anunciaron que doña Concepción había quedado inerte para<br />

siempre. Yo no quería verla en el ataúd negro, que otra vez llenó la sala, sin<br />

embargo mi abuelo Feliciano nos llevó a los cuatro hermanos para que nos<br />

despidiéramos de ella. María Antonia, Juana y Juan Vicente le tocaron levemente<br />

la mano, y yo sólo la miré. Se apoderó de mí el mismo desasosiego, la<br />

incredulidad y el temor de cuando contemplé el semblante petrificado de mi<br />

padre. Yo no podía concebir que una mujer como ella estuviera allí, sin movimiento<br />

alguno, en ese barco acolchado (así me parecía el ataúd), que no tardaba<br />

en llevársela. Esa vez no salí a la puerta cuando el carruaje y el gentío de<br />

negro se fueron calle abajo.<br />

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