Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui
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oportunidad de hacerlo cuando llegáramos a Florencia (no dudaba que viajaríamos<br />
juntos al día siguiente, los seis, en una sola diligencia). Yo no entendía<br />
por qué en Florencia y no en ese momento en Milán. Su respuesta fue que su<br />
padre debía tener conocimiento también de lo que acaecía con su vida. Al día<br />
siguiente, al amanecer, salimos de Milán en la diligencia-correo rumbo a Padua.<br />
Pero, para mi sorpresa, Marina llegó a la stazione con Manzoni <strong>del</strong> brazo, y a su<br />
lado la tigra de su madre. La interrogué con la mirada, pero sus ojos no me<br />
indicaron nada. La diligencia-correo, tirada por dos caballos, era un vehículo<br />
cerrado, con dos ventanillas a los lados. Llevaba, en el techo, unos bártulos<br />
atados, y en el pescante dos conductores, uno de los cuales, uniformado,<br />
portaba un fusil de chispa. Manzoni me indicó que era un carabinieri. Entonces<br />
los viajes por el interior de Italia eran riesgosos. Todavía subsistían partisanos<br />
antibonapartistas que no se acostumbraban al nuevo orden de cosas. Manzoni<br />
me explicó, mientras la diligencia daba tumbos en la primera jornada <strong>del</strong><br />
tránsito, que los partisanos estaban apoyados por Austria, que no se resignaba<br />
a la pérdida de Venecia. La región veneciana había sido conquistada por<br />
Napoleón a finales <strong>del</strong> siglo anterior, pero en el tratado de Campoformio había<br />
sido cedida a Austria. Sin embargo a Napoleón se le ocurrió incluirla dentro<br />
<strong>del</strong> reino de Italia. Los austríacos se habían resentido, y financiaban aquellas<br />
hordas que, entre otras cosas, asaltaban las diligencias <strong>del</strong> tránsito. Íbamos<br />
enfrentados en dos asientos. Mis amigos y yo en uno, y Marina, Manzoni y su<br />
madre en el otro. La signora Cardamone no abría la boca. Yo tampoco hablé<br />
más después de aquel cruce de palabras con Manzoni. Me encerré en mi mutismo,<br />
incapaz de comprender por qué Marina, después de hablar conmigo, se<br />
comportaba de forma tan exquisita con Manzoni. Abrí el libro de Rousseau y<br />
me sumergí en la lectura. Al mediodía, cuando hicimos la primera parada en<br />
un pueblito llamado Brescia, yo quedé deslumbrado por la belleza de la montaña<br />
a cuyo pie estábamos. El camino por el que habíamos llegado estaba<br />
orillado de matas de pino y abedul, todavía verdes a pesar <strong>del</strong> comienzo <strong>del</strong><br />
verano, y el contraste con la montaña era abrumador. Eran los Alpes Dolomitas,<br />
una montaña de colores, constituida sólo de mineral dolomita, y que, al<br />
contacto con el sol, despedía reflejos en verde, negro y castaño. Mientras almorzábamos<br />
en la posada fettuccini con formaggio di capra, Rodríguez, que había<br />
adquirido conocimientos científicos en compañía de un abate alemán durante<br />
su estadía en Viena, nos refirió, con gran satisfacción, que si la dolomita se<br />
trataba con Polvo de Vitriolo se obtenía yeso y, con sulfato de magnesio, sales<br />
de Epsom. Se denominaba así, sal de Epsom, porque se había preparado por<br />
primera vez en Epsom, Inglaterra, y tenía propiedades curativas y estéticas.<br />
Ante la mirada súbitamente interesada de la signora Cardamone, Rodríguez<br />
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