Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui
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jores galas, como corresponde a un acontecimiento tan trascendental en la<br />
vida de un ser humano. Decidí entonces ir a Francia, a gestionar ante el embajador<br />
español en París, don José Nicolás de Azara, amigo de mis amigos de<br />
Bilbao, mi regreso legal a Madrid. El tío Pedro me tramitó un préstamo ante<br />
la Casa Muñoz & Orea de tres mil ochocientos ochenta y seis pesos fuertes, y<br />
llegué por primera vez a París en un viaje por tierra y en pleno invierno. Las<br />
diligencias, que no viajaban de noche y se detenían a cambiar caballos y postas<br />
en las aldeas y pueblos <strong>del</strong> tránsito, me llevaron en un recorrido de setecientos<br />
cuarentaiún kilómetros por la ruta de Bayona-Burdeos-Angoulème-<br />
Tours-Orleans-París, en diecisiete días. Era el tiempo en que Francia e Inglaterra<br />
firmaban la Paz de Amiens. En Amiens encontré al embajador, hablé con<br />
él, pero sólo me extendió pasaporte para volver a Bilbao. No quedaba más<br />
remedio que casarme por poder. Dejé olvidada mi cartera en el asiento de un<br />
coche que me transportó por la ciudad. Fui a la policía de inmediato, aunque<br />
sin esperanzas de que la encontraran, pero al día siguiente tocaron a mi hospedaje<br />
para devolvérmela. Eso me impresionó. Teresa Laisné viajó a París por<br />
esa época, en compañía de una tía, y en el encuentro, que no fue casual, volvimos<br />
a amarnos como en Bilbao. Creo entender que entonces quedó embarazada.<br />
Estuve a punto de encontrarme con Rodríguez en París. Yo me hospedé<br />
en un hotel de la rue Honoré, en el número 1497, y él residía en la misma<br />
rue Honoré, cerca de la rue Poulies, en el número 165, y acababa de publicar<br />
una traducción española de la novela Atala, de Chateaubriand. Regresé a Bilbao<br />
y acordé con mi primo Pedro Rodríguez <strong>del</strong> Toro e Ibarra un poder para que<br />
arreglara las capitulaciones matrimoniales en Madrid. Pero súbitamente todo<br />
cambió. Don Bernardo me escribió que se me había levantado la prohibición<br />
de entrar en Madrid. Yo no tenía cabeza sino para el momento en que Teresa<br />
y yo estuviéramos en la intimidad de nuestro camarote. Ella me miró con la<br />
hondura de sus ojos grandes y luminosos desde la penumbra <strong>del</strong> camarote<br />
revestido de papel pintado. Acabábamos de zarpar de La Coruña, después de<br />
casarnos en la iglesia de San José, como habíamos soñado. Estaba desnuda,<br />
y su cuerpo blanco, <strong>del</strong>gado, ondulaba con el movimiento <strong>del</strong> barco. Yo la<br />
amaba precisamente por su fragilidad. La primera noche de navegación, cuando<br />
la tendí en la cama, ella se desenrolló el largo cabello negro y lo extendió<br />
sobre la almohada, y al verla así, con su cuerpo desnudo, su cabellera como<br />
flotando en la penumbra y sus ojos brillantes, me pareció que todos mis sueños<br />
se cumplían en ese momento. Ella en cambio me confesó que había<br />
empezado a vivir desde el día en que se enamoró de mí. Su voz era calmada,<br />
tenue, sin apuros ni inflexiones, y yo la oía como si fuera agua fresca discurriendo<br />
por un leve manantial en algún lugar de mi corazón. Ella me parecía<br />
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