Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui
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sabíamos ni la o por lo redondo, entró el amanuense, y el abuelo Feliciano se<br />
dirigió a él. Le preguntó si podía tenerme en su escuela, y al oír que mi abuelo<br />
lo llamaba por mi mismo nombre me cayó en gracia que fuéramos tocayos. Él<br />
contestó que estaría encantado de contarme entre sus alumnos, y que mi abuelo<br />
me enviara al día siguiente si así lo deseaba. Esa noche se decidió que yo iría<br />
a la escuela de Simón Rodríguez, y que Juan Vicente tendría un maestro particular.<br />
A mí me enviaron a la escuela pública, según le oí a mi abuelo, porque<br />
nadie me aguantaba en la casa. Todos pensaban, incluso María Antonia, que era<br />
un niño salvaje, y ni siquiera mi tía Josefa, que rivalizaba con Hipólita a la hora<br />
de mimarme, me defendió esa vez. Ella estaba presente en la conversación. A<br />
una pregunta de mi abuelo no pudo mentir. Creía que no se me podía traer<br />
maestro a la casa. Pensaba que yo sería capaz de hacerlo comer tinta. Yo quería<br />
mucho a mi tía Josefa. Ella no se parecía a mi mamá, excepto en la voz, calcada<br />
de su rigor de metal, que era inmediatamente desmentida por sus maneras<br />
suaves, su paciencia y su dulzura. Era seguro que mi tía Josefa tenía la índole de<br />
su madre Francisca Blanco y Herrera, muerta hacía algunos años. La tía Josefa<br />
tenía cerca de dieciséis años y era la última de los once hijos de mi abuelo. Era<br />
mansa, pero tenía un temple de mineral. Durante el día, en la casa de San Jacinto,<br />
solía rescatarme de alguna travesura y me llevaba a la cocina. Le ordenaba<br />
a las cocineras que me prepararan un bocadillo para que durmiera y fuera al<br />
cielo a pedirle la bendición a mi mamá. Sabía el efecto que eso tenía en mí, pues<br />
según los comentarios de los mayores sólo la presencia y la voz de mi madre<br />
paralizaban mis iniciativas erráticas. Ellos creían que era por temor, pero yo<br />
sabía que era por encantamiento. Mi tía Josefa me sentaba en sus piernas, hasta<br />
que el misterioso bocadillo estaba listo. Era un dulce, mazapan o bienmesabe.<br />
Después ella misma me lo daba, y yo me dormía y soñaba con mi madre. La<br />
veía, invariablemente, en medio de la sala, rígida, bañada por un firme halo de<br />
luz que bajaba sobre ella de una abertura <strong>del</strong> techo. Yo me acercaba a una señal<br />
de su mano, cruzaba los brazos, le pedía la bendición, y al oír su voz de metal<br />
me despertaba. Entonces durante el resto <strong>del</strong> día no volvía a contrariar el mundo.<br />
Los mayores decían que yo era insoportable, esa era la opinión unánime,<br />
pero yo no creía que lo que hacía era algo <strong>del</strong> otro mundo, como para alarmarse<br />
tanto. Pensaba, cada vez que me subía al techo a tirarles piedras a los transeúntes,<br />
a riesgo de caerme y romperme los huesos, o cuando me metí en el<br />
depósito de agua, a un lado <strong>del</strong> patio interior, o cuando, persiguiendo a un loro<br />
antillano, hice que se zambullera en el caldero de sopa, que eran cosas que<br />
debía hacer, que estaban en mí desde antes y que nada ni nadie podía evitarlas.<br />
Yo admiraba la compostura de Juan Vicente, la alarma que se apoderaba de él<br />
cuando yo estaba cerca, pero sabía que no podía ser como él. Simplemente, era<br />
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