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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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pesar de que cada vez eran menos y remotas las noticias de Miranda, seguían<br />

hablando de la necesidad de un levantamiento. Una tarde cabalgaban en finas<br />

mulas lustrosas por las cuatro cuadras alrededor de la plaza mayor. Mi padre<br />

era partidario de una revuelta y, a su juicio, cuanto antes se produjera mejor:<br />

una explosión para limpiar el aire y hacer saltar a esos estúpidos y aletargados<br />

funcionarios españoles de la ciudad. El marqués estaba de acuerdo, pero tenía<br />

sus temores. Las explosiones podían matar, y no deseaba que su hijo sufriera<br />

por ello. Se refería a mí. Por eso mi padre lo corrigió con aspereza. El marqués<br />

convino que yo era hijo de ambos. Era hijo de mi padre, pero a él no le cabía<br />

duda que era hijo de su corazón. Y, por eso, no deseaba ningún peligro para<br />

mí si estallaba la tormenta. Poco después mi padre convidó nuevamente al<br />

marqués de Mijares a los Valles <strong>del</strong> Tuy. Por esa época mi madre estaba embarazada<br />

de su quinto hijo. El marqués y mi padre, perdida toda esperanza de<br />

un desembarco por parte de Miranda, iban en esa ocasión sólo de caza. Establecieron<br />

el campamento hacia el oeste de Yare, en dirección de las montañas<br />

de Guaicaipuro, y allí, a principios de enero, cuando la temperatura comenzó<br />

a bajar y las noches ya no eran cálidas, los alcanzó el desastre. Juan Vicente se<br />

enfermó. Le dijo a su amigo que no tuviera pena por él. Estaba seguro que su<br />

hora había llegado. La tos lo devoró en una noche. Tenía la tuberculosis avanzada,<br />

sin saberlo, y el frío de las montañas lo agravó. Mi padre Juan Vicente de<br />

Bolívar y Ponte murió. El marqués de Mijares lloró por su amigo. Envolvió el<br />

cadáver en una manta, con ayuda de los esclavos que los acompañaban, y lo<br />

cruzó en una mula. Cabizbajo, triste, encabezando la cabalgata, llegó a la capital<br />

de la provincia al atardecer <strong>del</strong> día siguiente, cuando un círculo de moscas<br />

volaba sobre el cadáver. Yo desperté a la razón el día que mi padre fue<br />

velado en la casa de San Jacinto. Tenía dos años y medio. Súbitamente la<br />

claridad <strong>del</strong> día inundó mis ojos, la gente se movía a mi alrededor, los murmullos<br />

llegaban a mis oídos, y en medio de la sala estaba el ataúd negro con<br />

manijas doradas, dibujos dorados en los costados, la tapa abierta, los cirios<br />

en su entorno. Era evidente que yo no sabía por qué aquel ataúd era el centro<br />

de atención de toda la gente reunida. Pero era claro para mí que yo tenía una<br />

relación con el acontecimiento. Sentía que el ambiente estaba cargado de<br />

tristeza y que, por eso, algo decisivo turbaba los semblantes. Yo también estaba<br />

aprensivo, y a cada momento buscaba el refugio más seguro para mí, que<br />

eran los brazos, el regazo y la sonrisa blanca de Hipólita. Pero sin que me<br />

sorprendiera de nada, cuando ya había anochecido, llegó mi madre doña<br />

Concepción y, tomándome por un brazo, me sacó de la sala y me llevó a una<br />

habitación que me era familiar. Allí estaban mis otros hermanos, lo sabía sin<br />

saberlo. Juan Vicente, dos cuartas más alto que yo, María Antonia, parecida a<br />

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