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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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Yo había cumplido nueve años, era bajito y flaco, y me las veía duras para<br />

cargar aquel cuaderno. Conocí en la escuela a los hermanos Montilla, casi de<br />

mi misma edad, Mariano, Tomás y Juan Pablo. Me hice amigo de Juan Pablo,<br />

y con él, en las horas de recreo, husmeaba por los rincones de la casa. El cabildo<br />

se la había alquilado a los Toro para que allí funcionara la escuela, fue<br />

lo que yo oí entonces, pero era muy grande, y Rodríguez sólo utilizaba una de<br />

las muchas habitaciones. Juan Pablo y yo nos metíamos por los cuartos en<br />

penumbra, el granero, la caballeriza, y nos deteníamos frente a los retratos<br />

colgados de las paredes. Hombres de peluca y mujeres de peinados altos, con<br />

gorgueras y alhajas. Me preguntaba cuánto llevaban de muertos, o si todavía<br />

vivían. Juan Pablo creía que estaban muertos por una sencilla razón: nadie se<br />

vestía así entonces. Éramos veintiún alumnos, y hubo muchas peleas, sólo por<br />

asuntos de arrogancia, que el maestro miraba nada más. El más imperioso,<br />

violento y corajudo de todos era Mariano Montilla. Yo admiraba su ira profunda,<br />

de raíces inconcebibles. Daba la impresión de que no tenía límites. Cuando<br />

una contrariedad lo molestaba, se lanzaba a puñetazos con los ojos rojos<br />

y la cara crispada. A mí me embelesaba verlo, y me preguntaba cómo sería yo<br />

en una situación semejante. A partir de entonces comencé a interesarme en<br />

el valor personal, algo que yo creía que era todo lo contrario <strong>del</strong> miedo. Después<br />

supe que uno era producto <strong>del</strong> otro. Se podía tener mucho valor si se<br />

tenía mucho miedo. Yo no tuve ocasión, en esa etapa, como alumno de la<br />

escuela pública de Rodríguez, de probar mi coraje. Ninguno de los otros alumnos,<br />

ni siquiera Mariano, tuvo un encontronazo conmigo. Yo creo que fue por<br />

mi perplejidad frente al aprendizaje. Seguí ausente <strong>del</strong> salón de clases, impermeable<br />

frente al abecedario y a las vocales que Rodríguez dibujaba de forma<br />

exquisita en la amplia pizarra verde. Para que nos entraran las letras, él hacía<br />

comparaciones graciosas con los animales. Pero yo continué como atrofiado.<br />

Lo único que me despertaba de mi letargo era recorrer con Juan Pablo la vieja<br />

casa. Y el miedo que me inspiraba uno de los dos hijos que el gobernador de<br />

la provincia tenía en la escuela pública. Nosotros lo apodábamos Juan Cachapa.<br />

Él se sentaba detrás de mí, y el día que comencé a temerle fue cuando lo<br />

atacó un temblor que lo hizo encogerse sobre el asiento. Juan Pablo estaba en<br />

la otra fila, al costado, y se levantó de un salto, gritando que Juan Cachapa se<br />

estaba muriendo. Rodríguez estuvo en dos zancadas frente al muchacho, justo<br />

en el momento en que caía al piso, rebotando, en medio de convulsiones,<br />

con la boca llena de espuma. Permaneció de pie, observando los movimientos<br />

de Juan Cachapa, y sólo se inclinó y lo tocó cuando quedó inmóvil. Yo le pregunté<br />

si estaba muerto. Pero Rodríguez me tranquilizó. El muchacho sólo<br />

había sufrido un ataque epiléptico. Le echó aire con una foja de papel y, poco<br />

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