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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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un ardid cualquiera. Pero después de comer, dismuladamente, soltó un papelito<br />

a mis pies por debajo de la mesa. Allí estaban sus instrucciones para<br />

vernos de madrugada. Cuando mis amigos y Manzoni derivaron hacia el bar,<br />

yo fui tras ellos absorto <strong>del</strong> mundo. Era necesario, por lo que decía el papelito,<br />

que los acompañara. La primera noche Manzoni quiso indagar acerca de<br />

nuestro viaje por Italia. Él nos había atendido bien en su casa durante nuestra<br />

estadía en Milán, con todo y que yo le había birlado a la novia, pero a pesar<br />

de que tenía una inclinación política jacobina no habíamos profundizado en<br />

ese tema. Cuando preguntó qué hacíamos en Italia, Fernando sintió la necesidad,<br />

quizás avivado por el vino, de contarle la verdad. Habíamos ido a Italia<br />

para hacer un juramento. ¿Dónde? No teníamos idea. Pero de lo que sí estábamos<br />

seguros era por qué íbamos a jurar. En este punto el interés de Manzoni<br />

se había despertado más de la cuenta, y Fernando se encargó de decirle<br />

que íbamos a jurar libertar a nuestra patria o morir en el intento. La sonrisa<br />

escéptica de Manzoni me hizo apurar mi copa. Expresó que él creía que nosotros<br />

practicábamos un deísmo ilustrado, pero habíamos resultado unos redomados<br />

católicos militantes. Le parecía inconcebible, reñido con el romanticismo,<br />

que unos seres conscientes debieran jurar por un Dios católico, aprendido<br />

y aprehendido, la libertad de varios millones de seres humanos. ¿Qué<br />

inconsistencia era aquélla? ¿En qué endemoniada escuela habíamos aprendido<br />

que había que poner a Dios por <strong>del</strong>ante de cuanto debíamos resolver los<br />

seres humanos en la tierra? Yo le pregunté si de verdad él no creía en Dios.<br />

Contestó que no encontraba motivos para ello en la naturaleza. Aclaró que no<br />

era el único. Habló de un tal Estrabón que aseguraba que los galicianos no<br />

tenían noción alguna de un ser superior. Al unísono Rodríguez le hizo coro,<br />

observando que cuando los misioneros tuvieron que hablar de Dios a los indígenas<br />

de América (repitió, despectivo, el primer nombre que los funcionarios<br />

y demás estrategas <strong>del</strong> orden colonial le daban, en Europa, a nuestra América:<br />

las Indias Occidentales), según leyó en los libros de Acosta, un jesuita, tuvieron<br />

que usar la palabra española Dios. Argumentó, amparando en su argumento<br />

a Manzoni, que en el idioma español no existía ningún término adecuado,<br />

y que, si la idea de Dios no era conocida en estado de naturaleza, debía de<br />

tratarse, pues, de una invención humana. El rostro de Manzoni, un rostro<br />

griego con rizos byronianos, se contraía de entusiasmo. Ya la animadversión<br />

hacia él iba en aumento en mí, y creía que quería en todo momento ponerme<br />

en evidencia, es decir, hacerme quedar como un iluso, pues yo no me tragaba<br />

el cuento de su Polvo de Vitriolo aplicable al amor y sabía que estaba roído<br />

por los celos. ¿Jurar? Jurar nada. Él era de la opinión que sólo había que comprometer<br />

la conciencia, lo demás, ese aparataje de un juramento, sobraba.<br />

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