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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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Garden, un bur<strong>del</strong> de lujo, donde llegaban ministros, generales y gobernadores<br />

de provincia, y yo no me resistí a una rubia de formas abundantes. Llegamos<br />

al cuarto, pero ella no supo complacerme porque no entendía español, francés<br />

ni inglés, que eran los idiomas que yo hablaba. Era italiana, y yo no sabía<br />

entonces una palabra de italiano. Yo quería que ella me hiciera un felatio, pero<br />

ella no entendía. A lo mejor era nueva en el oficio. Me desnudé por completo,<br />

y la apremié en voz alta, con el miembro erecto, apuntando sus redondos<br />

pechos. Incluso le hice señas de lo que quería. Se vistió y salió corriendo <strong>del</strong><br />

cuarto. ¡Mamma mia, è un pervertito! Pero mis visitas al Covent Garden escasearon,<br />

debido a que Carlos Montúfar comenzó a frecuentar el palacio de un rico<br />

proveedor <strong>del</strong> ejército de Napoleón, cuya esposa daba repetidas fiestas y dirigía,<br />

sin imponerse, discursos sobre la amistad o sobre el amor, tocándose,<br />

con la misma levedad, cuestiones de moral, de política y de filosofía. Allí<br />

asistían los jóvenes de esa nueva noblesse de robe que se levantaba en Francia.<br />

Carlos Montúfar nos descubrió su hallazgo una tarde, cuando yo le insistí que<br />

fuéramos, una vez más, al Covent Garden. Nos anunció que el Covent Garden<br />

se había acabado para nosotros. Ahora nos tocaba frecuentar a la alta sociedad.<br />

Nos contó que había ido en compañía de Humboldt y Bonpland, y nos habló<br />

de los anfitriones. Se trataba <strong>del</strong> coronel Bartolomé Dervieu Du Villars y su<br />

esposa Louise Denisse Trobriand de Kenreden, a quien hasta su marido llamaba<br />

Fanny. Nos dijo, un poco maliciosamente, que él era un viejo y ella una<br />

linda joven, un poco mayor que nosotros, espléndida, refinada y coqueta.<br />

Estaba convencido que como americanos gozaríamos de un cierto crédito en<br />

aquella casa. Vicente Rocafuerte, Fernando Toro y Pedro José Dehollain se<br />

alegraron con la idea, y fuimos en la noche <strong>del</strong> día siguiente, vestidos con<br />

nuestras mejores galas, al Palacio <strong>del</strong> Boulevard <strong>del</strong> Temple. Sucedió lo que<br />

esperábamos. Nosotros, jóvenes de las colonias ultramarinas, con la apostura<br />

de la gente exótica, impresionamos a esos nuevos aristócratas y précieuses.<br />

A nosotros nos gustó su elegancia y su intelecto. Eran doctos sin pedantería,<br />

galantes sin libertinaje, jocosos sin vulgaridad, puristas sin ridiculez. Era natural<br />

que, después de los excesos de la revolución, cuando el país disfrutaba<br />

por fin de tranquilidad, los espíritus buscaran distenderse. Desde el primer<br />

momento nosotros encontramos en casa de Fanny Du Villars lo que estábamos<br />

buscando. Encontré mi espacio en esa compañía donde se me permitía respirar<br />

el ambiente de la gran ciudad y de la corte napoleónica. No se me pedía<br />

que me uniformara a la voluntad de un poderoso, sino que ostentara mi diversidad.<br />

No se me pedía que demostrara cortesanería, sino audacia, que exhibiera<br />

mis habilidades en la buena y educada conversación, y que supiera decir<br />

con levedad pensamientos profundos. No me sentía un siervo sino un duelis-<br />

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