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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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arbas y peluca, así como el rey, el dueño <strong>del</strong> suelo que yo pisaba, de los tamarindos,<br />

de la maleza que crecía sin pausa en el patio interior, de los tritones<br />

estampados de limo verde que adornaban la fuente de piedra, <strong>del</strong> aire, <strong>del</strong><br />

cielo. Nunca, hasta que leí a Voltaire en Bilbao, durante mi primer viaje a España,<br />

pensé en el rey como alguien bueno o malo, sólo poderoso. Al lado <strong>del</strong><br />

retrato de cuerpo entero de mi padre, en la sala de la casa de San Jacinto,<br />

colgaba el escudo de armas de la familia Bolívar. Rodríguez me explicó que el<br />

molino de viento que estaba en su centro significaba que el apellido Bolívar,<br />

en lengua vasca, era «Pradera de Molino». Tuvo la ocurrencia de hablarme <strong>del</strong><br />

primer Bolívar, llamado Simón como yo, que llegó a la provincia, fue notario<br />

y protestó contra unos impuestos que el rey quería cargarle a la población. Por<br />

eso fue encarcelado. Me impresionó el hecho de que se hubiera rebelado<br />

contra el rey, y, sobre todo, que se tratara de un antepasado mío. Luego, el rey<br />

no era tan infalible. Rodríguez también había ido a un país llamado Francia, y<br />

me describió su capital. Pero que hubiera ido a España fue lo que más perduró<br />

en mí durante nuestras conversaciones bajo las matas de tamarindo. Vio<br />

mi interés, y me trajo un país pintado de color en el mapa. Era España, cerca<br />

de Francia, separada de Tierra Firme por el océano, con Madrid, su ciudad<br />

principal. Por esa época se casaron mis hermanas. En el matrimonio de María<br />

Antonia con Pablo Clemente no hubo celebración. Todavía los cortinajes negros<br />

por el luto de mi madre ensombrecían la casa. Hubo sólo una pequeña reunión<br />

de parientes que felicitó a los recién casados. Mi abuelo y Pablo Clemente<br />

bebieron ponche y sonrieron, mientras los demás conversaban en voz baja. Al<br />

anochecer los recién casados desaparecieron sin que yo me diera cuenta. Dos<br />

meses después se casó Juana con Dionisio Palacios, y ellos sí hicieron fiesta.<br />

El padre Sojo vino con su orquesta a la casa de mi abuelo, donde se celebró<br />

la boda, y tocó valses que todo el mundo bailó. Hasta yo bailé con Juana. Ella<br />

me elogió. Estaba sorprendida de que supiera bailar. Ya entonces yo entendía<br />

que el baile era la poesía <strong>del</strong> movimiento. Nunca creí que era necesario aprender<br />

a bailar siguiendo un método determinado. A mí simplemente me gustaba<br />

la música, me transportaba oyéndola, y era suficiente: el cuerpo se me iba solo.<br />

Dionisio me hizo algunas bromas, y hubo un momento en que, algo furtivos<br />

en un rincón, él y Juana se besaron. Mi abuelo logró verlos, arrugó el entrecejo<br />

y les llamó la atención con un comentario que todo el mundo oyó y aprobó.<br />

Les dijo que no había que desperdiciar en público lo que podían hacer en<br />

privado. Después de las bodas Juan Vicente y yo nos quedamos solos en la<br />

casa, aunque con Hipólita y mis tías Josefa y María de Jesús. A mí me dolió<br />

sobre todo la ausencia de María Antonia, aunque de vez en cuando se aparecía<br />

por la casa, algo cambiada, con más aires de señora y una mirada y un desen-<br />

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