Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui
Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui
Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui
You also want an ePaper? Increase the reach of your titles
YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.
7<br />
Feliciano Palacios y Sojo<br />
Mi abuelo Feliciano quedó a cargo nuestro. Ordenó a dos de sus hijas, una<br />
casada, María de Jesús, que tenía un hijo pequeño, menor que yo cuatro años,<br />
y otra soltera, Josefa, para que se instalaran en la casa de San Jacinto durante<br />
el día y nos atendieran y vigilaran. Pero creo que la que llevó a partir de entonces<br />
el control de nuestras emociones fue María Antonia, que estaba por cumplir<br />
quince años y tenía porte de mujer hecha y derecha. Yo la miraba y no podía<br />
apartarme la impresión de que era la encarnación de mi madre. Un poco más<br />
pequeña, claro, por la edad, pero por lo demás, la manera de vestirse, sus ademanes,<br />
su severidad y distancia, eran una réplica de doña Concepción. Yo habitaba<br />
un mundo de mujeres. Después de la partida de mi tío Esteban a España,<br />
la casa no albergó más hombre, sólo muchachos, como Juan Vicente,<br />
Erasmo y yo, porque mis otros tíos, Carlos, Francisco, Dionisio, Juan Félix,<br />
Feliciano y Pedro, hijos de mi abuelo Feliciano, casi no nos visitaban, perdidos<br />
entre las propiedades campestres y los negocios que la familia tenía en la ciudad,<br />
incluidos los nuestros. La casa estaba poblada de mujeres. Hipólita,<br />
María Antonia, Juana, María de Jesús, Josefa y otra tía más llamada Ignacia,<br />
casada y con hijos, que de vez en cuando nos daba una vuelta, y ellas llevaban<br />
las riendas, por lo menos hasta que se ocultaba el sol, pues al anochecer salíamos<br />
todos en fila india, con los bártulos de dormir, para la casa de mi abuelo,<br />
que quedaba en la esquina inmediata. A esa hora temprana de la noche era que<br />
él podía ocuparse de nosotros, después de resolver los embarques de cosecha<br />
de sus haciendas y las nuestras, y de entenderse con mayordomos y esclavos,<br />
y de enfrentar sus negocios de la ciudad, sus pleitos judiciales y sus responsabilidades<br />
y reuniones sociales de su cargo de alférez real. Apenas llegábamos<br />
a su casa, se sentaba con nosotros en una butaca de la sala, y hablaba sólo<br />
unas palabras. Un día, sin embargo, habló más y se dirigió especialmente a<br />
María Antonia y a Juana. Había decidido casarlas. Les tenía unos buenos maridos,<br />
los mejores que pudo conseguir. Yo tenía diez años y entendí claramente<br />
de qué se trataba. Sentí algún desasosiego, pues significaba que María Antonia<br />
ya no estaría cerca para decirme, con su prontitud característica, qué<br />
estaba malo y qué estaba bueno. Por otra parte sentí alguna compasión por<br />
Juana. Tenía catorce años, y ella sí era verdad que estaba lejos de tener el porte<br />
de mujer de María Antonia. Era una niña, <strong>del</strong>icada y sumisa, que todavía no<br />
se sabía cepillar con destreza sus trenzas rubias. Sin embargo pude notar que<br />
parecía más serena que María Antonia, cuyo semblante había palidecido leve-<br />
37