Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui
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Caracas, y muy joven se trasladó a España. Era hijo de un funcionario de la<br />
Compañía Güipuzcoana, Luis Gerónimo de Ustáriz, y de doña Melchorana Tovar,<br />
de las más importantes familias de la provincia de Caracas. El marquesado de<br />
Ustáriz había sido de un hermano suyo, pero, como murió sin hijos, lo heredó<br />
él. En España se educó y tuvo familia, y había llegado a ser intendente de varias<br />
provincias. Cuando yo lo conocí tenía sesenta y cinco años y estaba enfermo, y<br />
su salud no mejoraba mucho, como él esperaba, pero, como debía resignarse a<br />
una vida de semi-invalidez, siguió interesándose activamente en mí, que pasaba<br />
en su casa la mayor parte de mis vacaciones escolares. La casa <strong>del</strong> marqués<br />
estaba en la calle de Carretas, en el centro de Madrid, y, aunque no podía compararse<br />
con la casa de Mallo, yo habría preferido pasar allí todo mi tiempo libre.<br />
El marqués de Ustáriz nunca hacía preguntas estúpidas, y su conversación era<br />
estimulante. Amaba a América con la absoluta devoción que algunos hombres<br />
brindan a su trabajo, o a sus esposas, y hablaba durante horas de su historia,<br />
su cultura, sus problemas y su política, y <strong>del</strong> conocimiento y la astucia que debían<br />
tener quienes gobernaban a sus pueblos. El marqués estuvo enfermo en el invierno,<br />
y por ese motivo tuve que pasar mis vacaciones en casa de Mallo, donde<br />
mi educación —si podía llamársela educación— tomó un nuevo giro. Fui seducido<br />
por una mucama que había entrado recientemente en la casa. Era una<br />
audaz joven de cabello cobrizo, cinco años mayor que yo, Luisa Bombal de<br />
nombre, que había causado considerable rivalidad entre los hombres <strong>del</strong> sector<br />
de los sirvientes. Luisa era de lengua rápida y ojos atentos, y tomó la costumbre<br />
de entrar a última hora de la noche para asegurarse de que las ventanas de mi<br />
cuarto estuvieran abiertas y los cortinados corridos. Sus pesadas trenzas color<br />
de trigo le llegaban casi hasta las rodillas, y una noche las soltó y se sentó en el<br />
borde de la cama para mostrarme que podía sentarse sobre sus propios cabellos.<br />
De allí en más todo sucedió velozmente, y yo nunca recordé bien cómo fue que<br />
la joven se metió en la cama y apagó la luz, pero me resultó fascinante. Hasta<br />
entonces yo sólo había tenido dos mujeres: Dolores Remedio, la puta de San<br />
Mateo, y la Güera Rodríguez (María Ignacia Velásquez Osorio) en Ciudad de<br />
Méjico, que trabajaba en una sombrerería y era tan generosa con sus favores,<br />
amiga <strong>del</strong> oidor Aguirre. Pero ninguna de ellas tenía la extrema eficiencia de<br />
Luisa, y fui un discípulo tan aventajado que ella se las arregló para pasar las seis<br />
noches siguientes en mi cama. Sin duda habría pasado también la séptima si<br />
no nos hubiera descubierto el ama de llaves. A Luisa Bombal la despidieron<br />
sumariamente, y yo recibí una conferencia <strong>del</strong> tío Esteban sobre los males de la<br />
concupiscencia. Sin duda no se acordaba de la pasión que sintió en su juventud<br />
por una esclava de la hacienda de San Mateo.<br />
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