Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui
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un papelito en la mano, y allí me dio cita en la Piazza <strong>del</strong>la Signoria. En la postdata<br />
decía que tenía buenas noticias para mí. Ella empezó explicando que la<br />
languidez amorosa era licor que cobraba mayor fuerza cuando se trasegaba en<br />
los oídos de un amigo. Lo primero que yo debía hacer era revelarle el amor<br />
que sentía por ella a un amigo, a Rodríguez o a Fernando, y que incluso lo<br />
hiciera por vanidad, porque todos los amantes se adornaban de la belleza de<br />
la amada. Le dije que estaba triste y siempre lo estaría porque la amaba y ella<br />
no a mí, pero Marina me exhortó a que yo, a pesar de todo, la amase. No era<br />
cosa nueva que un hombre amara a una mujer sin ser correspondido por ella.<br />
Parecía ser que los humanos se <strong>del</strong>eitaban con eso, a diferencia de los animales.<br />
Le pregunté si creía que los animales no amaban, y ella me contestó que<br />
no, que las máquinas simples no amaban. ¿Qué hacían las ruedas de una<br />
vettura a lo largo de una cuesta? Pues rodaban hacia abajo. La máquina era un<br />
peso, y pendía y dependía de la ciega necesidad que la empujaba a la bajada.<br />
Así el animal, según Marina, pendía hacia el concúbito y no se sosegaba hasta<br />
que lo obtenía. En cambio la máquina humana era más compleja que la<br />
máquina mineral y que la animal, y se complacía de un movimiento oscilatorio.<br />
Yo no entendía. Marina me aclaró que lo que quería decir era que si yo<br />
amaba deseaba y no deseaba. El amor nos hacía enemigos de nosotros mismos.<br />
Temíamos que alcanzar el fin nos decepcionara. Nos <strong>del</strong>eitábamos gozando<br />
<strong>del</strong> retraso. Le dije que no era verdad, que yo la quería a ella inmediatamente.<br />
Debí sonar desesperado, pues ella cambió el tono suave, ecuánime, por otro<br />
más firme al decirme que, si así era, yo sería sólo un rústico. Pero a su juicio<br />
yo no era un rústico, tenía espíritu. En la espera prosperaba el amor. La Espera<br />
iba caminando por los espaciosos campos <strong>del</strong> Tiempo hacia la Ocasión. ¿Me<br />
estaba dando una esperanza? Ella no lo sabía. Pero el único alivio que había<br />
conseguido para mí era el <strong>del</strong>eitoso vagar <strong>del</strong> Amor Platónico. Le contesté que<br />
lo que había aprendido era que, caminando con demasiada vacilación por los<br />
espaciosos campos <strong>del</strong> Tiempo, había perdido la Ocasión. Pero Marina no cejó<br />
en su intento de convencerme que lo que mejor me convenía era amarla a ella<br />
en otra mano amante. He ahí el Amor Platónico <strong>del</strong> que hablaba. Me aseguró<br />
que, al asir el pensamiento de saberla poseída por otro hombre, lejos de atormentarme,<br />
gañendo mi enastada impotencia, entraría en un frenesí.<br />
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