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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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Zoon politikon<br />

Casi al amanecer, sin que el sol disipara la nebbia que cubría el Canalozzo, el<br />

gondoliere nos llevó a Fusina, y salimos con ruta a Ferrara en una desvencijada<br />

calesa que más parecía un cajón sobre ruedas. La signora Cardamone estaba<br />

disgustada. No le gustaban los viajes por el interior de Italia en esa época <strong>del</strong><br />

año, pues los días eran calurosos y largos. Ella conocía la ruta. Había viajado<br />

varias veces en los últimos años para encontrarse con su marido, aunque, para<br />

evitarle a su hija los tropiezos <strong>del</strong> viaje, siempre la había dejado en Milán al<br />

cuidado de una tía. Era la primera vez que Marina viajaba por Italia. La signora<br />

Cardamone se mostró locuaz al comienzo de nuestro viaje, y ese cambio lo<br />

agradecí yo sobre todo, pues tenía intenciones de abordarla durante la ruta.<br />

La tierra que transitábamos era el granero de la región <strong>del</strong> Véneto, eminentemente<br />

rural, casi desolada. Durante el trayecto, que incluía la primera posta a<br />

Flesiga, a ocho millas, y la segunda, de diez millas, a Ferrara, cruzamos una<br />

campiña donde pastaban todo tipo de rebaños y se alzaban sembríos de hortalizas,<br />

cáñamo y frutas. Era una planicie ondulada, provista de vegetación,<br />

con esporádicos cipreses, castaños y robles frondosos a lo largo <strong>del</strong> camino,<br />

que era un ancho sendero de herradura. La calesa se movía lentamente, y el<br />

conductor, un viejo de rostro barbado, parecía sumido en recuerdos espesos<br />

y difíciles, pues muy poco hablaba. Yo había empezado a leer El príncipe en los<br />

días previos a nuestra salida de Venecia, y pensaba continuar su lectura durante<br />

el viaje, pero el paisaje silencioso de la planicie, que lanzaba destellos<br />

a la distancia por los ríos y riachuelos que cruzaban en todas direcciones, me<br />

hipnotizó. Cuando hicimos la primera parada en Flesiga y nos dispusimos a<br />

almorzar en una posada, yo pensaba en lo infructuosa que había sido la vida<br />

de Nicolás Maquiavelo después de la caída de la república florentina. Se había<br />

retirado a sus posesiones agrícolas, y allí escribió El príncipe. Después intentó<br />

congraciarse con los Medici pero no lo consiguió. Había sido, en la república<br />

florentina, secretario de asuntos exteriores y de guerra. En ese puesto, según<br />

decía el prologuista <strong>del</strong> ejemplar que estaba leyendo, frecuentó a reyes y a<br />

emperadores, y exploró sus tácticas de gobierno. Quedó encantado con César<br />

Borgia, de suerte que a todos les parecía que el prototipo <strong>del</strong> gobernante<br />

descrito en su libro era él. Almorzamos tallarines con ajo y tomamos un vino<br />

<strong>del</strong> Véneto. Estábamos silenciosos, pero después de comer, a una alusión mía<br />

a Maquiavelo, Rodríguez habló sin parar como media hora. Toda su perorata<br />

giró en torno a dos interrogantes que, según él, atravesaban el libro. ¿Era<br />

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