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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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cima, como esperando el momento en que yo cayera fulminado con atroces<br />

dolores de estómago. Pero, pasado el primer momento de pánico, mi tía Josefa<br />

reaccionó y se levantó de la butaca. Anunció que iba a buscar al médico. Salió<br />

de la casa a grandes pasos, y yo me quedé solo con José Félix Ribas, mirándolo<br />

fijamente. No sentía ningún retortijón, y sólo tenía un regusto amargo en la boca.<br />

Acaso, si mal no recuerdo, me dio un ligero mareo, seguido de un dolor de cabeza.<br />

Pero eso fue más tarde. En el momento en que miraba a José Félix Ribas<br />

no sentía nada, sólo me concentré en él, y creo que esa vez lo detallé por completo.<br />

Tenía unos ojos negros como lámparas, y usaba el pelo largo, anudado<br />

en la nuca con un broche de oro. Era muy seguro de sí mismo. Preguntó si yo<br />

esperaba que sucediera alguna cosa. Yo no esperaba que sucediera nada. Pero<br />

entonces el médico entró en la casa, seguido por la furia de mi abuelo. Sin que<br />

yo me diera cuenta cómo evolucionaron las cosas, me sentí rodeado, con varios<br />

círculos a mi alrededor, donde estaban mis hermanos, Hipólita, la servidumbre<br />

de la casa, y más allá, de última, mi tía Josefa, agarrada de la mano de su novio.<br />

Muy pronto estuve tendido en la cama de mi habitación, con el médico aplicándome<br />

vomitivos y compresas. Pero no recuerdo haber vomitado, sólo escupí<br />

saliva. Entonces mi abuelo intervino. Indagó con el doctor si yo tenía algo irreparable,<br />

si me iba a morir. El médico, desconcertado, pensaba que no. No me<br />

había encontrado ningún síntoma, y ya estaba dudando de que el tintero tuviera<br />

tinta. Tenía el tintero vacío en la mano. Le pasó el dedo por su interior, y<br />

hasta se atrevió a pasarle la lengua a su dedo manchado de tinta. Escupió ruidosamente<br />

en el aguamanil que Hipólita sostenía a mi lado. Se dirigió a don<br />

Feliciano con cara de incrédulo. El tintero sí tenía tinta, pero no entendía que<br />

yo me la hubiera bebido y que pareciera inmune. Mi abuelo puso cara risueña.<br />

Anunció que, si me había salvado de la tinta, no me iba a salvar de la pela que<br />

me iba a dar. Vio que Hipólita ponía tamaños ojos, pero él se a<strong>del</strong>antó con voz<br />

enérgica y le ordenó que acompañara al doctor a la puerta. Le recomendó que<br />

se pusiera cera en los oídos. Ella salió, temblorosa y vacilante, y mis hermanos,<br />

mi tía Josefa y su novio vieron cómo mi abuelo esgrimió un látigo pequeño, de<br />

los que utilizaban los caballeros de la ciudad para pasear a caballo a la hora <strong>del</strong><br />

crepúsculo, y me pegó con él repetidas veces. Me dio en las piernas, y después<br />

me volteó y me dio en el trasero. Cuando me enfrentó tenía los ojos en llamas<br />

y sudaba. Estaba sorprendido porque, pese a que me había dado una paliza, yo<br />

no me había quejado siquiera y sólo lo miraba fríamente, sin resentimiento, pero<br />

indiferente. No hubo dudas de que mi fama en la casa creció, y que por eso mi<br />

abuelo no se aventuró a ponerme un maestro particular y vio la solución sólo<br />

en la escuela pública.<br />

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