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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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se había atrevido a confesarle a nadie. Me sorprendió que me hablara de independencia,<br />

una palabra que yo sólo le había oído a Rodríguez y a Fernando Toro,<br />

y que dijera que estaba dispuesto a conseguirla y, sobre todo, a jurarlo solemnemente.<br />

Dejé de husmear los papeles y me enfrenté a sus ojos cálidos. Le pedí<br />

que me explicara lo <strong>del</strong> juramento. Él me dijo, con la mayor sencillez, que iba a<br />

jurar en algún lugar de la ciudad que le pareciera significativo. En la Cuadra de<br />

los Bolívar había dos cedros en la entrada. En uno de ellos, atado, el cacique<br />

Tamanaco había sido devorado por varios perros que los conquistadores españoles<br />

lanzaron contra él. En ese cedro él haría su juramento. Yo no tenía entonces<br />

verdadera conciencia de lo que mi hermano me confió. Era cierto que Rodríguez<br />

me había inculcado algunas cosas, pero lo único grande que movía mi<br />

espíritu era el viaje a España. Después que completara mi educación, no estaba<br />

seguro si me quedaría allá, o regresaría a ocuparme <strong>del</strong> mayorazgo que me había<br />

heredado mi primo Juan Félix Jeres de Aristeguieta y Bolívar, pues estaba escrito<br />

en testamento que debía residir en el país para tomar posesión de él. No<br />

sabía de protagonismo, ni estaba en mí ponerme a la cabeza de nada, salvo de<br />

mis propiedades. Sin embargo no me extrañó que alguien como mi hermano<br />

quisiera dedicarse por entero a la causa de la libertad. Me pareció incluso que<br />

algo, de tanto desprendimiento, sólo era natural en él, como un gesto más de<br />

un corazón tan generoso como el suyo. Entendí sus razones para no querer ir a<br />

España, pues yo creía que si él pensaba que el barco naufragaba, el barco naufragaría.<br />

Pasé el último mes <strong>del</strong> año en Caracas, en casa <strong>del</strong> tío Carlos, y me<br />

embarqué en el San Ildefonso a mediados de enero. Me acompañaron hasta el<br />

puerto de La Guaira Juan Vicente y el tío Pedro Palacios. Navegaríamos primero<br />

hasta el puerto de Veracruz, por la guerra que había entre España e Inglaterra,<br />

pues en tiempos normales, según explicó el capitán José Borja, se hacía escala<br />

en La Habana, pero ese puerto estaba bloqueado por los ingleses. En el momento<br />

de embarcarme llegó montada en una mula la negra Matea. Era entonces<br />

una negra de curvas pronunciadas, piel brillante y ojos inquietos. Se abrió paso<br />

hasta el muelle, y me extendió una alforja. La tomé, distraído por una observación<br />

de mi hermano, y metí la mano para ver qué había dentro. Cuando levanté<br />

los ojos Matea ya no estaba. Pensé que no podía haberse ido tan rápido. Pero<br />

al tomar en mis manos el caracol rosado que estaba dentro de la alforja quedé<br />

convencido de que no había sido una alucinación. Tenía el caracol en las manos<br />

cuando el barco partió, y lo soplé, como una forma de despedida, y salió un<br />

sonido agudo y penetrante que quedó resonando en mis oídos hasta mucho<br />

después que dejé de soplar. Lo estuve oyendo siempre durante el viaje a Veracruz,<br />

lo oí cuando desembarcamos, y aun en la diligencia que nos llevó al capitán<br />

Borja y a mí a Ciudad de México, donde nos hospedamos en casa <strong>del</strong> oidor<br />

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