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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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Aguirre, viejo amigo de mi abuelo Feliciano, y para el cual llevaba una carta de<br />

Guevara y Vasconcelos, gobernador de la provincia. El día que el sonido <strong>del</strong><br />

caracol se apagó en mis oídos fue cuando me hice novio de María Teresa Rodríguez<br />

<strong>del</strong> Toro y Alaiza durante una velada en casa <strong>del</strong> marqués de Ustáriz. El tío<br />

Esteban contrató como maestro particular a un exprofesor de Salamanca para<br />

que me «pusiera en forma», y aceptó, agradecido, una invitación <strong>del</strong> marqués<br />

de Ustáriz para que pasara mis vacaciones con él. El tío Esteban vivía en casa<br />

de Manuel Mallo, uno de los amantes de la reina María Luisa. Él y Mallo eran<br />

amigos de infancia. Mallo había nacido en la Nueva Granada, pero había pasado<br />

su niñez en Caracas. Al llegar a España, el tío Esteban aprovechó que su amigo<br />

Mallo tenía intimidad con la reina para conseguir el cargo de Ministro <strong>del</strong> Tribunal<br />

de la Contaduría Mayor de Cuentas de Madrid. Un empleo mediocre a<br />

pesar <strong>del</strong> largo título. La residencia de Mallo era una propiedad que consistía<br />

en un caserón, construido en el terreno de una casa anterior demolida por órdenes<br />

de la reina, y estaba rodeada de jardines, muros y establos. La casa estaba<br />

llena de retratos de la familia real y muebles Regencia. El tío Esteban, que<br />

pensaba que yo estaba impresionado con la casa, tuvo la desagradable sorpresa<br />

de descubrir que la consideraba fría e incómoda. Fue la primera de varias<br />

sorpresas, no todas desagradables. No esperaba que yo manejara con la misma<br />

facilidad un caballo o un arma, y estaba contento. Le dijo a Mallo que mientras<br />

supiera disparar y andar a caballo iría a<strong>del</strong>ante en la vida, pero que era una pena<br />

que no me hubiera recibido antes. Mis ideas, según él, no eran las correctas. Mis<br />

ideas eran poco ortodoxas, y a menudo le producían problemas. Yo no entendía<br />

por qué no podía enseñar a cabalgar al lustrabotas, o invitar a la <strong>del</strong>gada muchachita<br />

de doce años, que trabajaba excesivamente en el fregadero, a tomar el<br />

té conmigo en el salón. Para el tío Esteban eran sirvientes, y no se trataba a los<br />

sirvientes como iguales. Yo le porfiaba con el argumento de que Rodríguez,<br />

siendo sirviente de mi abuelo, montaba en sus caballos. El tío Esteban no cedía.<br />

Eso era en América, en España no jugábamos con los sirvientes ni los invitábamos<br />

a compartir nuestras comidas. Yo no entendía, mi tío tampoco. Más tarde,<br />

en un encomiable intento de estimularme y disminuir el tedio de las lecciones,<br />

me dio una docena de libros sobre América, diciéndome que, por supuesto,<br />

serían de gran interés para mí. Los libros incluían relatos tan atractivos como<br />

Historia general y natural de las Indias, un informe sobre la rebelión de Juan Francisco<br />

de León, y la Historia filosófica y política de los establecimientos y el comercio europeo en<br />

las dos indias <strong>del</strong> abate Raynal. Yo me interesé, efectivamente, pero no en la forma<br />

que esperaba mi tío. Mis reacciones lo preocuparon seriamente cuando fue lo<br />

bastante audaz como para pedirme mi opinión. Yo creía que la Gobernación de<br />

Venezuela o Tierra Firme era nuestro país, y que no le hacíamos ningún daño a<br />

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