Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui
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Monte Sacro<br />
Me había hecho la promesa de que sólo en Roma leería la carta de Marina.<br />
Pero llegamos a Roma, en un trayecto que incluyó las pequeñas ciudades de<br />
Arezzo y Perugia, gran parte <strong>del</strong> cual hicimos a pie y algún tramo en desvencijada<br />
vettura, y todavía no me atrevía a romper el lacre <strong>del</strong> sobre. Rodríguez me sugirió<br />
que mientras más rápido lo hiciera resultaría mejor para mí. El desapego le<br />
garantizaba a uno la tranquilidad de espíritu suficiente para alcanzar la felicidad.<br />
Pero seguí sin atreverme a leer la carta. El día que cumplí veintidós años<br />
tomamos vino (sólo Fernando y yo), y comimos tallarines y mozarela en carroza.<br />
El postre consistió en una cassata siciliana. Nos hospedábamos en una posada<br />
frente a la Piazza España y la iglesia Trinitá dei Monti. Fernando, algo achispado,<br />
recitó su más reciente poesía, escrita en italiano, que como ejercicio <strong>del</strong> idioma<br />
resultó bien, pero a juicio de Rodríguez le faltó sustancia. Parecía que nuestro<br />
amigo no podía con el más entusiasta de sus oficios. Non so quel che farei;/ smanio,<br />
<strong>del</strong>iro e fremo./ A questo passo estremo/ mi sento il cor scoppiar! Cuando hicimos el último<br />
brindis, de madrugada, Fernando ya había libertado la Gobernación de<br />
Venezuela, el Virreinato de Santa Fe y la Audiencia de Quito, y constituido un<br />
gobierno monárquico que reproducía la estructura <strong>del</strong> imperio de<br />
Tahuantinsuyo, y se aprestaba incluso a arrebatarle a España las islas <strong>del</strong><br />
<strong>Caribe</strong>. Después <strong>del</strong> último brindis cada uno fue a su habitación. En Roma<br />
dormimos en cuartos separados porque Dehollain, a pesar de la reticencia que<br />
había mostrado al principio por la cantidad que, efectivamente, le pareció<br />
excesiva, finalmente aceptó y libró contra mí en una casa de crédito de Roma.<br />
En esos días escribí algunas de mis impresiones de la historia romana. Quise<br />
vincular mis reflexiones con aquellos doce césares tan maltratados por<br />
Suetonio, de cuyo maltrato me había hecho solidario para encabezar mi<br />
juramento. Pero creía que no debía ser tan duro con Roma, vagamente tendida<br />
en su llanura al borde de su río, y que debía preferir la lucidez y no la dureza<br />
de Tiberio, la erudición y no la debilidad de Claudio, el sentido artístico y no<br />
la estúpida vanidad de Nerón, la bondad y no la insipidez de Tito, la economía<br />
y no la ridícula tacañería de Vespasiano. Yo me había extasiado frente a los<br />
muros de Roma, que el sol poniente doraba con un rosa tan bello, y había<br />
llegado a la conclusión que aquella ciudad había dado para todo: severidad<br />
para los viejos tiempos, austeridad para la república, depravación para los<br />
emperadores, catacumbas para los cristianos, valor para conquistar el mundo<br />
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