Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui
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te, y seguirían existiendo después de la destrucción de toda substancia. Eran<br />
inalterables e invariables. Yo le objeté que el espacio era extenso, y la extensión<br />
era una propiedad de los cuerpos. Ella rebatió con el argumento de que el<br />
hecho de que todos los cuerpos fueran extensos no significaba que todo lo<br />
que era extenso era cuerpo. La extensión era la disposición de todo lo que era.<br />
El espacio era extensión absoluta, eterna, infinita, increada, inconscriptible,<br />
incircunscrita. Como el tiempo, era sin ocaso, incesante, inevanescente, era<br />
una fénix arábiga, una serpiente que se mordía la cola. El vacío y el espacio<br />
eran como el tiempo, o el tiempo como el vacío y el espacio, ¿y no era, por<br />
tanto, pensable que, como existían espacios siderales donde nuestra tierra<br />
parecía una hormiga, y espacios como los mundos <strong>del</strong> coral, y aun así todos<br />
el uno dentro <strong>del</strong> otro, asimismo no habría universos sometidos a tiempos<br />
diferentes? ¿No se había dicho que en Júpiter un día duraba un año? Debían<br />
existir, pues, universos que vivían y morían en el espacio de un instante, o<br />
sobrevivían más allá de cualquier capacidad nuestra de calcular tanto las dinastías<br />
chinas como el tiempo <strong>del</strong> Diluvio. Universos donde todos los movimientos<br />
y las respuestas a los movimientos no tomaran los tiempos de las<br />
horas y de los minutos sino el de los milenios, otros en donde los planetas<br />
nacían y morían en un abrir y cerrar de ojos. Ella, o la quimera de ella, podía<br />
provenir de un mundo en el cual alguien, una mujer, o la semejanza de una<br />
mujer, hubiera soñado o vivido el sueño que era su más lejano recuerdo, y que<br />
a ella le parecía que no alcanzaba el tiempo de su propia vida. Yo había quedado<br />
en silencio, sólo mirándola, sin objeciones de ningún tipo, extasiado de<br />
que razonara de aquella manera como cualquier epicúreo de París. Cuando<br />
terminó de hablar pasó suavemente sus dedos perfumados por los pétalos de<br />
una flor a su alcance. Le dije que por una cuestión de ese tipo en París nacía<br />
un duelo. Yo todavía no podía creer que ella, para explicarse a sí misma, creyera<br />
en infinitos mundos. Ella me contestó que en realidad no estaba segura<br />
de ello. El estudio de la física que había hecho la inclinaba a decir que sí. El<br />
mundo no podía ser sino infinito. Átomos que se agolpaban en el vacío. Que<br />
los cuerpos existieran nos lo atestiguaba la sensación. Que el vacío existiera<br />
nos lo atestiguaba la razón. ¿Cómo y dónde podrían moverse sino los átomos?<br />
Si el vacío no existía no habría movimiento, a menos que los cuerpos se penetraran<br />
entre ellos. Me miró, iluminándome con su mirada límpida, y se interrumpió<br />
en el rumbo de su perorata científica (ella la llamaba librepensadora),<br />
y me contó que el sueño al que se refería era el de un baile, en el cual<br />
había conocido a un joven militar. Había soñado que se había casado con él,<br />
y vivido a su lado una vida venturosa. Al verme en la catedral de Milán, el día<br />
de la coronación de Napoleón, se había tropezado con su sueño o recuerdo,<br />
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