Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui
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siempre inundada de sombras, como un barco, y me parecía navegar en ella,<br />
deambulando por cada rincón. La soledad es mala consejera. Yo nunca pude<br />
acostumbrarme a ella, aunque parecía que estaba predestinado a vivir solo.<br />
En casa <strong>del</strong> tío Carlos, solo entre sirvientes, yo extrañaba a mi hermana María<br />
Antonia, a mi hermano Juan Vicente, y un día recordé a mi madre. Empecé a<br />
hablar solo, y le hablaba a un retrato de cuerpo entero de mi abuelo que presidía<br />
la sala. Entonces decidí fugarme. Un amanecer, el día antes de cumplir<br />
doce años, sin siquiera lavarme la cara, me eché a la calle. Fui directo a casa<br />
de María Antonia. Ella me recibió con una sombra de preocupación en los ojos,<br />
pero me abrazó, algo desacostumbrado en ella, y aseguró que iba a hacer<br />
cuanto estuviera a su alcance para que yo viviera en su casa. Pablo Clemente<br />
no tenía dudas de que habría pleito. Mi hermana se encogió de hombros. Me<br />
encantó su resolución, pues yo estaba decidido a no volver jamás a la casa <strong>del</strong><br />
tío Carlos. Fue un pleito difícil, aunque de menos de tres meses, con interminables<br />
audiencias en el tribunal, donde constaban razones y sinrazones. El tío<br />
Carlos declaró que yo era feliz a su lado, y María Antonia y Pablo Clemente lo<br />
contrario. Por fin la Real Audiencia tomó una decisión intermedia, basándose<br />
en la declaración de Rodríguez, que fue citado a instancias <strong>del</strong> tío Carlos. Yo<br />
debía vivir en casa <strong>del</strong> maestro durante el tiempo que mi tío estuviera ausente<br />
de la ciudad. Rodríguez no era mi maestro en esa época, pero me hacía<br />
compañía al atardecer, y la decisión tuvo el asentimiento <strong>del</strong> tío Carlos. Sin<br />
embargo Rodríguez no se sintió capaz de atenderme en su casa. Alegó que la<br />
comida era escasa, y que allí vivía mucha gente. Pero, como era una decisión<br />
<strong>del</strong> juez, aceptó. María Antonia y su marido no estuvieron de acuerdo, y yo no<br />
quería irme de su casa, aunque la novedad de vivir con Rodríguez me gustaba.<br />
Una noche, dos días después de la decisión, un escribano, dos alguaciles y los<br />
tíos Carlos y Feliciano entraron a la casa de mi hermana y me sacaron a la<br />
fuerza. En la casa de Rodríguez comprobé que él tenía razón. Había mucha<br />
gente allí. Vivían él y su mujer María Ronco, sus dos hijos, tres sirvientes, su<br />
hermano Cayetano Carreño –o Cayetanito como le decía mi abuelo-, con su<br />
mujer María de Jesús Muñoz, un niño recién nacido, las suegras de ambos, dos<br />
cuñadas de ocho y trece años, además de un primo y un sobrino, y cinco niños<br />
entregados por sus padres para que Rodríguez los educara. A los nueve días<br />
me fugué nuevamente a casa de María Antonia. Hubo nuevo juicio, y hasta yo<br />
declaré. Dije que, si a los esclavos se les permitía escoger a su amo, el tribunal<br />
no debía oponerse a que yo viviera donde quisiera. El juez me miró con simpatía,<br />
pero finalmente falló a favor <strong>del</strong> tío Carlos. Desde entonces me quedé<br />
en su casa, resignado, aunque con la presencia y los consejos de Rodríguez,<br />
que se convirtió, por decisión <strong>del</strong> tío Carlos, en mi maestro particular. Pero,<br />
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