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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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que no tenía otro camino que el que me señaló. Después que Rodríguez se fue<br />

al exilio, tuve varios maestros particulares, entre ellos a Andrés Bello, mayor<br />

que yo dos años. Me enseñó geografía. Debió parecer extraño, o por lo menos<br />

curioso, que siendo casi de mi misma edad fuera mi maestro. ¿Cómo era que<br />

no sabía tanto como él, y más si era de familia pobre, y yo todo lo contrario?<br />

Bello se hizo a sí mismo, con inteligencia y laboriosidad, y su vocación por el<br />

estudio fue temprana en él. Pronto su celebridad de joven sabio corrió por la<br />

ciudad. La precocidad no fue mi característica. Todo me llegó tardío. Supe cosas<br />

cuando otros ya las sabían. Cuando Bello me hablaba de geografía entendía<br />

que supiera más que yo, y que hubiera llegado a sus conclusiones sólo por su<br />

temprana dedicación, aunque tenía cerebro. Además, era tranquilo, modesto,<br />

y no quería impresionar a nadie. Pasaba horas sentado frente a libros abiertos,<br />

indicándome cosas que yo ni siquiera había soñado. Escogimos para esos estudios<br />

la residencia de mi difunto padre a orillas <strong>del</strong> Guaire, la Cuadra de los<br />

Bolívar, y aunque fueron pocos los meses que pasé en su compañía, antes de<br />

entrar en la escuela de milicias de los Valles de Aragua, me parecía que el<br />

tiempo pasaba lento. Bello causaba en mí cierto desespero, y yo no me aplicaba.<br />

Yo sentía que mi despreocupación lo molestaba, aunque nunca me lo dijo,<br />

pero, en realidad, siempre hubo entre nosotros alguna recóndita incomodidad.<br />

Yo lo admiraba en el fondo, por ser tan serio, tan dedicado y constante en el<br />

estudio a los dieciséis años, y haber logrado sus conocimientos en el ajetreo<br />

restringido de su vida diaria. Por eso entendí que comiera mucho, aunque, igual<br />

que en sus otras cosas, era pausado, relajado. Nuestras comidas se prolongaban.<br />

Colgó frente a la casa, en el arco de entrada, una tabla labrada con un rótulo a<br />

navaja que decía: Aquí hallaréis reunidas a las comodidades de la ciudad, las <strong>del</strong>icias <strong>del</strong><br />

campo. Creo que fue feliz en ese tiempo, porque mientras me dio clases tuvo de<br />

todo. Buena comida, ropa nueva, el dinero que el tío Carlos le pagó puntualmente,<br />

aunque entiendo que yo, con mi inquietud y mi impaciencia, le causé<br />

desasosiego. Poco después entré en la escuela de milicias, que funcionaba en<br />

una de las haciendas de San Mateo, cedida por mi abuelo Juan de Bolívar y<br />

Martínez para realizar ejercicios militares y donde los jóvenes con dinero de la<br />

provincia de Caracas, destinados para la carrera militar, se preparaban con algunos<br />

conocimientos elementales. Me encontré en la posición de «muchacho<br />

nuevo» en la escuela de milicias. En ese entonces estaban a punto de abolir la<br />

compra de nombramientos, lo cual significaba que en el futuro los hijos de los<br />

ricos deberían demostrar capacidad y no dinero para obtener la promoción.<br />

Con esa dificultad, pocos caballeros desearían arrojarse a una carrera militar,<br />

y algunos profetizaron –correctamente, según se comprobó luego- que habría<br />

una desastrosa disminución en el número de cadetes. Mi grupo fue el último<br />

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