Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui
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porque representaba la lucha de los desposeídos contra los poderosos, y no sólo<br />
desde el punto de vista histórico. Geográficamente era un lugar apartado, a<br />
extramuros. Una vez más me sorprendí con ella. No sólo había hecho estudios<br />
de física, también de historia, y, aunque filósofa no era, quién sabe dónde habría<br />
llegado si hubiera tenido el espíritu de un verdadero filósofo. Se quedó en silencio<br />
un momento, sin dejar de mirarme. Sus ojos seguían siendo tiernos<br />
cuando me dijo que admiraba a hombres como Aníbal, Julio César o el mismo<br />
Napoleón, pero no era capaz de entregar su vida a semejantes fines, ni siquiera<br />
en intrigas de salón como Madame de Rambouillet, pues lo que de veras quería<br />
de la vida era una familia. No quería para ella un hombre que creyera en el mito<br />
<strong>del</strong>l’eroismo. Me tomó de la mano dulcemente y me pidió, en susurros, que la siguiera.<br />
Subimos las escaleras oscuras <strong>del</strong> albergo, uno detrás de otro, sin hablar<br />
ni despertar sospechas, hacia la planta de arriba donde estaban nuestras habitaciones.<br />
Ya en la puerta de la habitación que compartía con su madre, me invitó<br />
a pasar. Me dijo en voz baja que su madre no estaba. Nos amamos sin<br />
quitarnos toda la ropa, sólo la indispensable, por si acaso teníamos que suspender<br />
el asalto amoroso. Ella terminó con las mejillas encendidas y un leve<br />
rescoldo helado en la piel. Se acicaló los cabellos revueltos, nos pusimos de<br />
nuevo lo que nos habíamos quitado, y salimos uno detrás de otro, como habíamos<br />
entrado, directamente a la Fuente de Neptuno. Sugirió que siguiéramos<br />
con la conversación interrumpida. Ya ella había hablado, ahora me tocaba a mí.<br />
Intenté dorarle la píldora. Tenía la impresión de que ella albergaba una pasión<br />
de trascendencia en el corazón. Era una media verdad. Pero en ese momento<br />
me pareció útil. Ella no estaba dispuesta a transigir. Aún intenté convencerla de<br />
que una mujer como ella podía llegar a ser célebre siguiendo a un hombre como<br />
yo. Me preguntó si tenía verdadera conciencia de quién era yo, y no me pareció<br />
fanfarrón decirle que tenía carne de monumento. Sonrió. É matto. Yo me exalté.<br />
La provoqué con algunas referencias obscenas a la vida hogareña, aunque estaba<br />
seguro que no podría moverla ni un centímetro. Finalmente, me ganó la<br />
partida con una estocada maestra. Si yo estaba dispuesto a todo por lo mío, ella<br />
estaba dispuesta a todo por lo suyo. Me quedé callado, presa de la frustración,<br />
y desvié la mirada hacia la magnífica fachada <strong>del</strong> Palazzo Maggiore. Fue lapidaria.<br />
Dijo que yo sólo quería tenerla para derrotar la soledad, y que no tenía conciencia<br />
de que, si nos casábamos, peligraría mi propósito. Comprendí entonces que<br />
había entendido mal a la signora Cardamone. Marina era soñadora porque soñaba<br />
mucho, y no porque fuera idealista y se dejara tentar por espejismos. Sin<br />
embargo estaba equivocada conmigo. Ella me había inspirado lo mismo que<br />
Teresa Toro: el deseo de envejecer al lado de una mujer.<br />
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