vida que una mujer que pensara, antes que en todo, en uno, porque, parafraseando al ginebrino, «la felicidad consistía en sentir antes que en pensar». Le pedí entonces a Fernando que le escribiera una carta por mí a Marina. A él le quedaban mejor que a mí. Pero no quiso escribirla él. Ya en el cuarto de la posada me ordenó que tomara papel y pluma y que escribiera Signorina Marina: habéis dejado en mi corazón, al abandonarlo, a una insolente, que es vuestra imagen, y que anda jactándose de tener sobre mí poder de vida y muerte. Y vos os habéis alejado de mí cual soberano se aleja <strong>del</strong> lugar <strong>del</strong> suplicio, no sea importunado por las solicitudes de gracia. Si mi alma y mi amor se componen de dos puros suspiros, cuando yo muera, conjuraré a la Agonía para que sea el de mi amor el que me abandone por último, y habré realizado, como postrero regalo, milagro <strong>del</strong> que deberíais estar orgullosa, que al menos por un instante seréis respirada por un cuerpo ya muerto. Habíamos decidido, en común acuerdo con Manzoni, partir con destino a Ferrara después de semana y media en Venecia. Así que yo me despreocupé de Marina, a pesar de que al anochecer esperaba un aviso, como los que ella me había dado en Padua, y, al deslizarle la carta que me escribió Fernando, nos dedicamos unos días a conocer la ciudad construida sobre las islas y los puentes que se habían formado en la laguna donde desembocaban al mar los ríos Po y Piave. Nosotros tomamos posada en Il Culmine, al lado <strong>del</strong> Palazzo Ducale, en el extremo oriental de la Piazza de San Marcos, el lugar más concurrido de Venecia. El Palazzo Ducale era un vetusto edificio gótico con algunos elementos renacentistas, antigua residencia de los Dux de Venecia, los jefes de gobierno. Cerca <strong>del</strong> Palazzo Ducale había dos famosas columnas de granito, una con el león alado de san Marcos y otra con san Teodoro de Studium sobre un cocodrilo. En el extremo oriental de la Piazza de San Marcos estaba la catedral <strong>del</strong> mismo nombre, con su campanile de noventaiún metros de altura. Pero, con todo y el espectáculo imponente de ancianos y soberbios edificios que parecían salir <strong>del</strong> agua, la vista <strong>del</strong> Gran Canal y las islas vecinas: San Giorgio Maggiore, la Madonna de la Grazia, di Sacca Fisola, y el tiempo que parecía detenido hacía una miríada de años, casi nada me gustó Venecia. El contraste parecía una jugarreta de los dioses: mal olor de las aguas de los canali y, sobre todo, las <strong>del</strong> Gran Canal: infestas, como de marismas; el lastre y la porquería que cubrían las calles y las casas; la mala iluminación y lo sinuoso de las calles, propicias al asesinato, al estupro y al robo; las máscaras que los venecianos se empeñaban en seguir llevando aun en las épocas distintas al carnaval. No llegó el tan apetecido ardid de Marina, a pesar de que la única comunicación que habíamos tenido en días fue la carta que me dictó Fernando Toro para ella. Menos mal que en la víspera de nuestra salida de Venecia, Rodríguez me puso en las manos el libro de Maquiavelo, El príncipe, y que Fernando, maravillado con la Máquina Aristotélica, 44
me robó los atardeceres con la exaltación de que le había salido, por donde hubo navegado en la máquina, la palabra Martyrology (Martirologio). Sería un Mártir, no cabía duda, y le alegró sobremanera el hecho de que no soñábamos, que seríamos capaces de incendiar un mundo. Haríamos vibrar las almas de muchos, y, aunque él muriera en el intento, no era suficiente pronóstico capaz de entibiarle el corazón. 45
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para cambiar el mundo. Llegamos a P
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con hombres de saber. Allí tuve no
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ta, al que se le reclamaba un denue
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personal, no tenía atadura. Estaba
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