Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui
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Exilio de Rodríguez<br />
Días después <strong>del</strong> episodio de los pájaros murió mi abuelo. Nuevamente<br />
vino la muerte a contrariar mi espíritu. Ese fue el pretexto para que nos reuniéramos<br />
de nuevo los cuatro hermanos, y yo, esta vez sin ayuda de nadie,<br />
pues ya estaba grandecito, de once años, no pude resistir asomarme al ataúd.<br />
Don Feliciano Palacios y Sojo yacía con su semblante severo y su mejor peluca<br />
empolvada, pero inerte, inútil. Después que salió de su casa en un coche<br />
descubierto, tirado por cuatro caballos, dos blancos y dos negros, seguido por<br />
otros coches y un grupo de personas a pie, de negro y con sombrillas negras,<br />
semejando los pájaros que nos levantaron <strong>del</strong> bosque <strong>del</strong> Guaire a Rodríguez<br />
y a mí, yo me quedé solo en la vida. Por primera vez supe lo que era la soledad.<br />
No era que antes no la había experimentado, me había ido quedando solo<br />
desde mis primeros años, o desde que tuve uso de razón, pero esa vez, cuando<br />
murió mi abuelo, todos, incluso los vivos que me hacían compañía, se fueron.<br />
Hasta yo tuve que irme de la casa de San Jacinto a vivir en la de mi tutor, el tío<br />
Carlos Palacios. Mi hermano Juan Vicente se fue a la casa de su tío Juan Félix,<br />
su tutor, por disposición testamentaria de mi abuelo. Hipólita se fue a la casa<br />
de María Antonia. Mi tía María de Jesús se fue con su esposo Juan Nepomuceno<br />
Ribas, y Josefa se casó con José Félix Ribas, hermano <strong>del</strong> anterior. Cuatro<br />
hermanos Ribas se casaron con cuatro hermanos Palacios y Blanco. Además<br />
de los anteriores, Antonio José Ribas era esposo de mi tía Ignacia y Petronila<br />
Ribas esposa de mi tío José Ignacio Palacios. No quedó nadie en la casa de mi<br />
abuelo ni en la de San Jacinto. Mi abuelo había establecido en su testamento,<br />
poco antes de su muerte, que el tío Esteban debía ser mi tutor, pero como<br />
estaba en España no podía ocuparse directamente de su obligación. Por eso<br />
decidió que, mientras tanto, el tío Carlos se encargara de mi tutoría. Era el<br />
mayor de sus hijos, no estaba casado, y tenía fama de malencarado. A partir<br />
de entonces la vida fue muy dura para mí. De no haber sido por Rodríguez, que<br />
después que hacía sus deberes en la escuela pública pasaba a hacerme un<br />
poco de compañía, con la intención de seguir aplicando en mí el libro de<br />
Rousseau, pues su trabajo de amanuense había concluido con la muerte de<br />
mi abuelo, yo hubiera terminado mal. Me la pasaba solo todos los días. El tío<br />
Carlos se largaba semanas enteras al campo, y yo no hallaba qué hacer. Pero<br />
Rodríguez llegaba al atardecer, con los cantos de los loros en la espesura cercana,<br />
y hablábamos. Yo estaba fascinado con el tema de los barcos. Creo que<br />
era porque en mis horas de soledad me imaginaba la casa <strong>del</strong> tío Carlos,<br />
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