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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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de la vida diminuta de los animales, y tampoco de los seres humanos. Un día<br />

un ganso me elevó por los aires. Habíamos acostumbrado, mi tío Esteban y<br />

yo, a bañarnos en la laguna cercana al barracón de los esclavos. Mi tío no tuvo<br />

que esforzarse mucho para enseñarme a nadar. En realidad, casi nada. El día<br />

que me convidó a nadar, como yo titubeaba para lanzarme al agua, me agarró<br />

por las axilas y me tiró con todo y ropa. Mis ropas contribuyeron a mantenerme<br />

a flote, por un momento, pero después me hundí. Me gritó que usara los<br />

brazos. Yo usé los brazos, tragué agua, pero me mantuve con la cabeza afuera,<br />

y luego aprendí a desplazarme, haciendo piruetas y dándome zambullidas tan<br />

largas que mi tío Esteban se desesperaba. No sé qué pasaba conmigo, pero el<br />

caso era que mis pulmones aguantaban la presión más tiempo de lo que cualquiera<br />

podía aguantar, y yo me mantenía bajo el agua con los ojos abiertos,<br />

viendo los pececitos de colores y las ramas y raíces acuáticas. Un día vi venir<br />

bajo el agua un ganso enorme, mirándome con dos ojos encendidos. Movía<br />

las patas y las alas como un molino de viento, y enturbiaba el agua a mi alrededor.<br />

Entonces lo que ocurrió lo viví con los ojos cerrados. El ganso me sacó<br />

<strong>del</strong> agua de un tirón, yo me sujeté a su cuello largo y caliente, y él voló casi a<br />

ras <strong>del</strong> agua, llevándome hasta el otro extremo de la laguna ante la alarma y<br />

la incredulidad de mi tío Esteban. Otro día conocí a Matea, una negrita con<br />

un año más que yo, de ojos enigmáticos y con una increíble facilidad para<br />

contar historias a su edad. Era de una imaginación y de un recurso de palabra<br />

realmente sorprendentes en una niña, y parecía imposible que supiera el significado<br />

de lo que contaba. Además, era adivina o bruja. Me contó de animales<br />

que hablaban, y de una vaca que había entrado a la casa, no hacía mucho<br />

tiempo, y se había comido las cortinas, las alfombras, las lámparas, los can<strong>del</strong>abros<br />

y los libros de la biblioteca de mi padre. Si los esclavos no la hubieran<br />

sacado a empellones se habría comido toda la casa. Me impresionó tanto<br />

su historia que fui a preguntarle a Hipólita si sabía algo <strong>del</strong> incidente. Hipólita<br />

no me supo aclarar mayor cosa, pero el tío Esteban comentó que, tiempo<br />

antes, mi madre había encargado para la casa varios metros de cortina nueva,<br />

alfombras y lámparas. Una tarde me la encontré de improviso en los corredores<br />

de la casa, pues aparecía y desaparecía sin dejar rastro, y me contó que un<br />

arrendajo le había pedido un cabo de soga y que ella cortó un poco de las<br />

riendas de su caballo. Ella y el arrendajo se encontraron en el bosque, más<br />

allá de la laguna, y ella le dio el cabo de soga. El arrendajo, agradecido, le dio<br />

a su vez un abanico de plumas amarillas. Matea, para comprobar sus palabras,<br />

se metió una mano en el escote incipiente y sacó un diminuto abanico de<br />

plumas amarillas, tejido con puntadas finas. Yo lo toqué, y no supe qué pensar.<br />

Un día se me quedó mirando. Era a mediodía, cerca <strong>del</strong> barracón de esclavos,<br />

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