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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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cia que esos espíritus arremansados de Juan Vicente y Juana, cuyos semblantes<br />

pacíficos no desmentían sus almas. Las pocas veces que la paz se turbó en<br />

la casa fue porque yo tuve que ver y, además, era a propósito, para llamar la<br />

atención de mi madre. Siempre nos sentaba la mano. Pero, cuando cogí o<br />

desprendí una burbuja de alambre debajo <strong>del</strong> piano y las teclas volaron en el<br />

aire, esgrimió en alto un látigo pequeño y nos ordenó a Juan Vicente y a mí<br />

que nos bajáramos los calzones. Juana, en el medio de los dos, temblaba, y<br />

no apartaba sus ojos aterrados de la mano que levantaba el látigo. El latigazo<br />

estalló en las nalgas de Juan Vicente y en las pantorrillas de Juana, y cuando<br />

me tocó a mí, como todas las veces en que ella nos pegó, yo me a<strong>del</strong>anté con<br />

las nalgas al aire, sereno y decidido, y le dije con voz tranquila que me pegara.<br />

Ella me pegó, como las otras veces en que se repitió la escena, pero al irse en<br />

compañía de María Antonia, dejándome con la piel ardida, la mano que empuñaba<br />

el látigo, la derecha, le temblaba. En una ocasión dejé de verla. No<br />

salía de su habitación. Le pregunté a Hipólita si sabía qué le pasaba a mi<br />

madre. Hipólita me informó que estaba enferma. Vino un médico con un maletín<br />

lleno de frascos de colores. Entraba a la casa, abría el maletín, sacaba<br />

todos los frascos y escogía uno con cuidado, luego de darle varias vueltas a la<br />

etiqueta. A mí me gustaban los frascos, por sus colores. Yo me acercaba, me<br />

quedaba absorto en los frascos, y tuve ganas alguna vez de apoderarme de<br />

uno. Pero no tuve valor para hacerlo, o era que pensaba que mi madre, por<br />

estar enferma, no estaría lista para pegarme. Durante los días de la enfermedad<br />

de mi mamá llegó a la casa con mucha frecuencia mi abuelo Feliciano. Era un<br />

viejo reilón, con peluca empolvada y bastón. Cada vez que llegaba sonaba el<br />

bastón en la sala, saturando todo el ámbito con un sonido seco, y al pasar<br />

frente a Hipólita le pellizcaba una nalga y a mí me daba un apretón de cachete.<br />

Hipólita se demudaba de rabia, hacía un gesto enérgico con la mano, y él<br />

se reía. Me llamaba la atención que, siempre que entraba a la casa, dejaba<br />

afuera su coche y dos guardias con mosquete. Pensé que debía ser un hombre<br />

importante, y era, efectivamente, alférez real de la ciudad. Una tarde le pedí a<br />

María Antonia que me llevara al cuarto de mi madre, pues quería verla, comprender,<br />

acaso, qué le ocurría. Ella estuvo de acuerdo, pero me puso la condición<br />

de que no hiciera ruido ni llamara su atención. El médico acababa de irse.<br />

Casi lo tropezamos en el largo pasillo, frente al cuarto de mi madre. María<br />

Antonia me tomó de la mano, como si temiera que yo fuera a romper algo, giró<br />

el picaporte de la puerta y la abrió con cuidado. La habitación estaba en penumbras,<br />

y en un rincón ardía una vela ya casi consumida. Para mí sorpresa<br />

mi madre no estaba dormida, tenía los ojos abiertos, y me miró con ternura.<br />

Más aún, hizo algo desconocido: estiró los brazos desde un mar de sábanas<br />

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