pues la pequeña fortuna que llevé a Europa se había esfumado. Necesitaba dinero no sólo para continuar el viaje sino para regresar a América, en cuanto jurara y retornara a París. ¿A quién pedirle prestado? No se me ocurría otra persona que no fuera mi amigo Alejandro Dehollain. Le escribí una carta, solicitándole un préstamo de diez mil francos, y le hice la salvedad de que, a lo mejor, le parecía una suma exagerada, pero era lo que necesitaba para continuar el viaje, pagar el internado de mis sobrinos en la Escuela Militar de Sorez y comprar cacao y otro producto colonial a mi llegada a Caracas. Estaba consciente de que al prestarme esa suma él podría reducir un poco su numerario, pero estaba dispuesto a pagarle el treinta y seis por ciento anual de beneficio. Yo mismo, o por intermedio de mi hermano Juan Vicente, le firmaría un pagaré al año siguiente con las condiciones que él pusiera, a través de alguna casa de crédito española a la que ambos tuviéramos acceso. Le pedí que me enviara su respuesta a Roma, pues no me quedaría mucho tiempo en Florencia. Efectivamente, días después nos marchamos de la ciudad. Antes de irnos, fuimos a la casa <strong>del</strong> colonello, y sólo encontramos allí a Marina y a Manzoni. Nos recibieron sonrientes. Manzoni tenía un aire triunfal en la cara. Nunca me cayó bien. Leí su oda El cinco de mayo que Rodríguez tenía autografiada por él, y me gustó el estilo. Uno de los versos me hizo soñar despierto: di mille voci al sónito,/ mista la sua non ha:/ vergin di servo encomio. Mi despedida de él fue breve, y quedé a solas con Marina. Le leí a ella lo último que había escrito <strong>del</strong> juramento: Este pueblo ha dado para todo: severidad para los viejos tiempos; austeridad para la república; depravación para los emperadores; catacumbas para los cristianos; valor para conquistar el mundo entero; ambición para convertir todos los estados de la tierra en arrabales tributarios; mujeres para hacer pasar las ruedas sacrílegas de su carruaje sobre el tronco destrozado de sus padres; oradores para conmover, como Cicerón; poetas para seducir con su canto, como Virgilio, satíricos como Juvenal y Perseo; filósofos débiles, como Séneca, y ciudadanos enteros, como Catón. Este pueblo ha dado para todo, menos para la causa de la humanidad: Mesalinas corrompidas, Agripinas sin entrañas, grandes historiadores, naturalistas insignes, guerreros ilustres, procónsules rapaces, sibaritas desenfrenados, aquilatadas virtudes y crímenes groseros; pero para la emancipación <strong>del</strong> espíritu, para la extirpación de las preocupaciones, para el enaltecimiento <strong>del</strong> hombre y para la perfectibilidad definitiva de su razón, bien poco, por no decir nada. No sé si lo hice por jactancia, pero ella no se dio por aludida. Por el contrario, se mostró muy interesada, y comentó que estaba bien escrito pero que escribir el juramento era un gesto teatral. Yo convine en ello (pensaba que la teatralidad tenía un falso aire de gloria), aunque defendí que lo escribiera porque presentía su trascendencia. Ella no tenía la menor duda de que así sería. Estaba convencida de que tarde o temprano oiría hablar de mí. Fue hasta una mesa y tomó un sobre con lacre. Me lo ex- 102
tendió diciendo que contenía una carta en la cual expresaba el fin de nuestra relación. Me confesó que no me había amado, pero que lo nuestro no le había sido indiferente. Salí de su casa convencido de que la vida ya no sería igual ni para ella ni para mí. Si nos tuvimos amor o no, no era la cuestión. Lo importante era que, después de lo nuestro, estábamos más seguros de lo que queríamos. Yo quería ser sólo héroe, sin ser consumido por la dualidad que presentí a través de las nieblas <strong>del</strong> amor: un héroe casado. Marina quería una vida anónima y, para lograrla, debía tener los pies fijos sobre la tierra. 103
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