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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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fastidiado de las viejas sociedades de Europa. Me embarcaría a América.<br />

Ignoraba qué iba a hacer allí, pero ella sabía que todo en mí era espontáneo<br />

y que nunca hacía planes. La vida <strong>del</strong> salvaje tenía para mí muchos encantos.<br />

Era probable que construyera una choza en medio de los bellos bosques de<br />

Venezuela. Allí podría arrancar las ramas de los árboles a mi gusto, sin temor<br />

de que se me gruñera, como lo hizo su esposo la tarde en que, atacado por<br />

una fuerte depresión, le destrocé algunas plantas de su jardín. Felices aquellos<br />

que creían en un mundo mejor. Para mí éste era muy árido. Yo habría querido<br />

abrazar al coronel antes de partir a América, y, si no le escribía, era porque no<br />

podía decirle nada que no supiera ya. Yo no podía decirle que la vida era triste<br />

a un hombre que no tenía tiempo para mirar las nubes que volaban sobre su<br />

cabeza, las hojas que el viento agitaba, el agua que corría en el arroyo y las<br />

plantas que crecían en sus orillas, porque pensaría que estaba loco. El coronel<br />

era un feliz mortal. No tenía necesidad de tomar parte en el drama de los<br />

hombres para animar su vida. Le escribí a Teresa que había visto en el viaje a<br />

Italia la salvación. Me aferré a ese viaje, pues era enfilar por el camino de las<br />

ambiciones, y creía que era lo último de mi vida, aun cuando sentía que me<br />

estaba muriendo igual de prisa que cuando estaba en París. Yo siempre había<br />

estado más necesitado que nadie. Seguía siendo, a los veintidós años, un<br />

huérfano, un desasistido, alguien que no tenía nada. Así me sentía en aquella<br />

noche romana cuando le escribí a Teresa Laisné. Me sentía en Roma sin familia,<br />

sin apoyo, condenado a la soledad más absoluta. Le confesé todas esas cosas<br />

a Teresa Laisné de un tirón, sin pensarlas, porque era una manera de calmar<br />

mis angustias. Sin embargo quería que la vida me deparara una victoria política<br />

porque pensaba que ya no me sentiría tan solo. Le escribí que no me había<br />

sentido tan mal desde que salí de París. El mejor regalo para mí sería que fuera<br />

de nuevo a su casa de la rue Vaugirard para comer todos juntos, ella, el coronel,<br />

la pequeña Flora y yo. No se lo pedía, sólo le estaba diciendo mis añoranzas,<br />

que quizás nunca se realizaran. No tenía otro camino que la gloria política, y<br />

antes de irme de Roma juraría en el Monte Sacro. Después regresaría a América,<br />

a volver a ver a otras personas y a otra naturaleza. Los recuerdos de mi infancia<br />

me prestarían un encanto que se desvanecería, sin duda, a mis primeras<br />

miradas. Y regresaba a América a inmiscuirme en los asuntos públicos, sobre<br />

todo porque el general Francisco Miranda iba a invadir y yo deseaba ser testigo<br />

de la acogida que recibiría en América ese acontecimiento. Teresa Laisné no<br />

me contestó esa carta. A pesar de mis flaquezas, sabía que no podía vivir si no<br />

realizaba el destino que había soñado para mí. Una mujer, unos hijos, no me<br />

bastaban, aunque a veces me dejara arrastrar por la nostalgia. Durante dos<br />

días deambulé por Roma, solo, pues Rodríguez quería leer sin interrupciones<br />

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