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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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personal, no tenía atadura. Estaba lleno de satisfacciones, porque no se pedía<br />

nada a cambio. Sabía que todo aquello era muy epicúreo, pero si éramos<br />

generosos, si por fin aprendíamos a serlo, entonces la mezcla de amor, nostalgia<br />

y culpa se desvanecía, y quedaba cuanto nos gustaba y nos hacía vibrar de una<br />

persona. Qué grato era quererse nada más, sin pedir nada a cambio. Vivir y<br />

dejar vivir era una máxima estupenda, cuando reprendíamos el egoísmo, como<br />

los dioses de Epicuro, quienes no se inmiscuían en la vida de los seres humanos<br />

y acaso se complacían con quienes eran buenos de corazón. Le escribí, pero<br />

nunca envié la carta a Florencia. Rodríguez, Fernando y yo fuimos al Monte<br />

Sacro en la fecha prevista. Cruzamos la Piazza España, y al subir las escalinatas<br />

y pasar frente a la iglesia Trinitá dei Monti vimos de soslayo en su interior que<br />

unos devotos ofrecían a la Madonna un cirio, unas flores, y que otros, tan sólo,<br />

rezaban en silencio. Era un lugar concurrido. Había mucho calor. La cálida<br />

brisa, que al otro lado de la Piazza España había jugueteado con el polvo y los<br />

zarzales, parecía haber muerto de pronto, ahogándose en el silencio.<br />

Caminamos por la orilla <strong>del</strong> anfiteatro Flavio, cruzamos el río Tíber por el<br />

Puente Palatino, tomamos la Via <strong>del</strong> Corso y llegamos, por un sendero entre las<br />

rocas, a la Puerta Pía en el límite norte de las murallas de Aurelio, que cercaban<br />

el área alrededor de las siete colinas. La antigua ciudad era un pequeño sector<br />

en la orilla este <strong>del</strong> Tíber, entre las siete colinas, cercado por las murallas de<br />

Servio Tulio y más afuera por las murallas de Aurelio. El escenario al cual<br />

íbamos no correspondía a las siete colinas de Roma. Al traspasar la puerta y<br />

tomar la Via Nomentana nos encontramos con un esqueleto blanqueado hacía<br />

tiempo por el sol. Sin duda era el esqueleto de un asno. Me había adentrado<br />

bastante a menudo fuera de las murallas de Aurelio para poder imaginarme<br />

lo que debió sufrir el animal antes de verse liberado de sus dolores. Algunas<br />

veces, cuando medio mundo dormía pacíficamente, resonaban desde los<br />

suburbios hasta el corazón de la ciudad, agudos y amenazadores, llevados por<br />

el viento templado, los aullidos de los salvajes perros lobos que acechaban<br />

fuera de las murallas. Entonces uno sabía que en la sombría inmensidad estaba<br />

agonizando, una vez más, un animal o una persona. Los perros, como hienas,<br />

trazaban círculos, cada vez más estrechos, en torno a sus víctimas. Si uno se<br />

tomaba la molestia de buscar las víctimas al amanecer se encontraba casi<br />

siempre un esqueleto. Sólo en raras ocasiones podían verse aquellos perros<br />

lobos, si no se conocían sus costumbres. Pero a cualquier lugar que se fuera<br />

por la Via Nomentana le vigilaban a uno sin cesar, las orejas aguzadas, el hocico<br />

levantado hacia el aire, los verdosos ojos casi cerrados, como siniestras<br />

rendijas, mientras esperaban hambrientos su próxima presa. Nos fuimos por<br />

la Via Nomentana, a cuyos lados se encontraban dos mausoleos de forma<br />

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