Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui
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marqués de Ustáriz, comenzaron a prestar marcada atención a su hija. Era<br />
verdad que la mayoría eran muy jóvenes y sin muchos caudales, como militares<br />
de baja graduación, empleados públicos y algunos incipientes comerciantes.<br />
Pero entre los caballeros había un capitán de infantería de más de treinta<br />
años, un viudo rico de edad madura que era el socio principal de una empresa<br />
exportadora, y yo, único heredero de la apreciable fortuna dejada por mi primo,<br />
el doctor Aristeguieta, sin contar la de mi padre. Desde el punto de vista puramente<br />
financiero, don Bernardo consideraba que el señor Blas de Mendizábal,<br />
el viudo, era quizás el candidato más elegible. Pero, aunque dispensaba<br />
gran atención a su hija, aún no había hecho declaración alguna, y Teresa se<br />
refería a él y al capitán de infantería como «dos vejestorios». Le gustaban más<br />
los militares y los empleados públicos. Flirteaba alegremente con nosotros, y<br />
se divertía creando rivalidades. Su única dificultad era decidir a cuál de sus<br />
admiradores preferir, pero algunas semanas después ya no le quedaba ninguna<br />
duda. Yo no era tan apuesto como Pedro de Ardanaz, ni tan rápido e ingenioso<br />
como el subteniente Tomás Ignacio de Beruete, ni tan rico como don<br />
Blas de Mendizábal, era bastante silencioso, excepto cuando hablaba de<br />
América, y Teresa me estimulaba a que lo hiciera siempre que sus inoportunos<br />
admiradores le permitían alguna conversación privada, porque le parecía estar<br />
oyendo cuanto le contaba su madre. Teresa descubrió que yo podía ser encantador<br />
cuando quería. Me confesó que me encontraba apuesto con mi tipo<br />
moreno de rostro <strong>del</strong>gado y cabellos oscuros, rasgos que el viejo chismoso,<br />
don Esteban Fernández de León, sugirió que podían provenir de una mezcla.<br />
La llamó, ni más ni menos, «el nudo de la Marín». Pero todos sabían que don<br />
Esteban era una hiena, y que habría estado encantado si yo me hubiera fijado<br />
en su propia hija, Gertrudis, que no era nada bonita. Teresa me dio sus más<br />
encantadoras sonrisas, y yo me enamoré perdidamente de ella. Durante una<br />
velada junté coraje suficiente para acercarme a don Bernardo y pedirle permiso<br />
para cortejar a su hija. Yo temía ser rechazado por mi juventud, y no pude<br />
creer en mi buena suerte cuando el padre de Teresa me respondió, sonreído,<br />
aunque con indulgencia, que no había inconvenientes. Sin embargo puso una<br />
condición. Había que darle tiempo a nuestro noviazgo. Yo tenía que comprender<br />
que a mis diecisiete años el apresuramiento era la norma de la vida. No<br />
teníamos intención de revelar el noviazgo, pero de alguna manera la gente se<br />
enteró, y apenas terminó la cena comencé a recibir las envidiosas felicitaciones<br />
de mis rivales. El señor Mendizábal y el capitán de infantería se mostraron<br />
especialmente agrios, pero sólo Pedro de Ardanaz expresó una protesta activa.<br />
Intentó ahogar sus penas en alcohol, y después propuso batirse a duelo conmigo,<br />
aunque, por suerte, cayó «enfermo» antes de que yo le aceptara el de-<br />
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