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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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tamente, a cada paso, con la historia. Fernando no cabía de contento. Confesó<br />

que París y sus putas lo tenían cansado. A mí la idea <strong>del</strong> viaje me gustó,<br />

pero no estaba tan seguro de poder desprenderme fácilmente de París. París<br />

era Fanny. Estaba obsesionado con sus senos, sus muslos y su cuca de vello<br />

color zanahoria. Sus gritos de gozo a la hora <strong>del</strong> amor me despertaban, cada<br />

vez, instintos y estratagemas sexuales diferentes. Esa noche la cabalgué con<br />

mayor desenfreno, una y otra vez, acicateado por la despedida inminente, y al<br />

día siguiente, minutos antes de partir en la diligencia que nos conduciría, en<br />

la primera jornada, a Lyon, le regalé una sortija de oro con la fecha grabada<br />

en la cual dejábamos en suspenso nuestro romance. Ella y su marido tenían<br />

pensado viajar a Milán, para asistir a la coronación de Napoleón como rey de<br />

Italia. Me abrió un cauce, que acortaba la esperanza de volverla a ver. Al mediodía,<br />

Rodríguez, Fernando y yo partimos en aquel viaje <strong>del</strong> destino. En la<br />

diligencia hablamos de jurar en algún lugar de Italia libertar a América de<br />

España. Debía ser en un sitio particularmente emotivo, donde hubieran sucedido<br />

grandes cosas en el pasado. Desde que Rodríguez me explicó la naturaleza<br />

<strong>del</strong> viaje, pensé hacer el mismo juramento de Juan Vicente porque se lo<br />

oí a él, y no quería, después de haber madurado algunas ideas, ser menos que<br />

mi hermano. Lo que yo pensaba <strong>del</strong> juramento —igual que pensé <strong>del</strong> de mi<br />

hermano— era que se trataba sólo de una consagración personal. Mi epicureísmo<br />

me había llevado a leer un libro de Jeremías Bentham, Introducción a los<br />

principios de la moral y la legislación, y allí había encontrado la plena justificación<br />

<strong>del</strong> placer intelectual. Bentham planteaba que la felicidad era equivalente al<br />

placer, pero en la medida en que se la extendiera al mayor número de personas.<br />

El conocimiento, por lo tanto, no debía ser sólo placer de una persona. Bentham<br />

llamaba a esto el principio de utilidad. Nada más útil entonces que un juramento<br />

que buscaba libertar de cadenas morales y políticas a nuestra desgraciada<br />

especie. Todavía se sentía un aliento gélido en el aire, y en la ruta algunos<br />

árboles ondeaban ramas chamuscadas por el hielo invernal. Mis oídos me<br />

sonaban más insistentemente con el caracol de Matea, y cuando me adormilaba<br />

en el asiento me veía entre los arbustos de la hacienda de Yare.<br />

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