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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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ciones frívolas con Fanny, era inevitable que al día siguiente volviera a sentirme<br />

como un paria. Le escribí varias veces en ese sentido a mi amigo Alejandro<br />

Dehollain, y él, preocupado por mí, pareció encontrar la solución. Me invitó a<br />

Cambrai, para que el aire fresco <strong>del</strong> campo me disipara la barahúnda de París.<br />

Pero yo rechacé su invitación con el pretexto de que, por huir de la monotonía,<br />

donde el dolor por la muerte de Teresa Toro hallaba amplias libertades, fue<br />

que viajé a Europa. Aproveché que su hermano Pedro José volvió a Cambrai<br />

para escribirle, contándole mi estado de ánimo, y esta vez sus padres me escribieron,<br />

invitándome encarecidamente a su propiedad. Los Dehollain eran<br />

una familia adinerada, que había hecho su fortuna en negocios de hilandería<br />

en la ciudad industrial de Cambrai, situada en el noreste de Francia, a ciento<br />

setenta y siete kilómetros de París. Pero yo no quería abandonar París, porque<br />

entonces estaba seguro que esa no era la solución. Yo era el problema, y en<br />

cualquier parte <strong>del</strong> mundo donde me encontrara iba a seguir sufriendo aquella<br />

ambigüedad, aquel desasosiego, aquella sensación de vacío y de inconformidad.<br />

Fernando Toro, Rocafuerte y Montúfar no eran ajenos a mi crisis existencial,<br />

aunque en realidad no le daban mucha importancia. Pensaban que yo<br />

era un poco calavera. Veían a Rodríguez con burla, y lo culpaban de que, con<br />

sus continuas intervenciones en mi vida, les frustrara las francachelas en el<br />

Palacio <strong>del</strong> Boulevard <strong>del</strong> Temple. Más Montúfar y Rocafuerte que Fernando,<br />

cuya simpatía y respeto por Rodríguez iban en aumento. Entonces Rodríguez<br />

se empeñó en viajar a Italia. Me lo dijo una mañana cuando subió a mi habitación.<br />

Como siempre, entraba sin llamar, descorría las cortinas, y me despertaba<br />

con sus pasos pesados y su voz ronca. Yo me acostaba muy tarde y me<br />

levantaba tarde, a mediodía, y cuando abría los ojos se centraba en mí la<br />

tristeza. Me dolía que los días se me vinieran encima, uno tras otro, y que yo<br />

no sintiera que estaba haciendo aquello que estaba más acorde conmigo. Esa<br />

mañana Rodríguez se sentó en el borde de la cama, se me quedó mirando,<br />

barajando entre sus manos un tomo de Vidas Paralelas, y llamó mi atención.<br />

Quería viajar a Italia, y quería que yo lo acompañara. Me contó que no había<br />

ido a Italia, y que se le había ocurrido el viaje leyendo una vez más a Plutarco.<br />

Sería una peregrinación filosófica hasta Roma, donde la antigüedad, con su<br />

caudal de huellas, estaría esperándonos para darnos lecciones. Él me había<br />

dicho muchas veces que los hombres de mi generación podían emular a los<br />

hombres de la antigüedad, y que debíamos inspirarnos en ellos para sacudir<br />

la pobreza de nuestra cotidianidad. Me convenció. Hablamos con Fernando,<br />

Montúfar y Rocafuerte, pero sólo Fernando se mostró encantado con el viaje.<br />

La tarde de la víspera Rodríguez me explicó en su habitación el itinerario.<br />

Reflexionaríamos, veríamos los caminos de Italia, y nos encontraríamos direc-<br />

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