Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui
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un recuerdo antiguo y hermoso, el cual volvía a vivir como lo recordaba, y yo<br />
fui para ella un sueño <strong>del</strong> que nunca quiso despertarse. Pronto amaneció, y<br />
desde cubierta vi las montañas. Las estrellas perdían su brillo, y hacia el este<br />
el cielo tomaba un color verde pálido con el primer resplandor lejano <strong>del</strong><br />
amanecer. El puerto de La Guaira estaba aún más allá <strong>del</strong> horizonte, pero el<br />
viento de la madrugada traía los olores de Caracas, que estaba al subir la serranía.<br />
Yo percibía los olores mezclados <strong>del</strong> polvo y los albañales, la vegetación<br />
en descomposición y un leve aroma de flores: caléndulas, jazmines y azahares.<br />
El olor <strong>del</strong> hogar. Llegué a Caracas en triunfo con ella, todavía transportado<br />
por nuestras noches en alta mar, y no sólo porque hacíamos el amor hasta<br />
quedar exhaustos, sino por nuestra manía de vigilar las criaturas marinas poco<br />
antes <strong>del</strong> amanecer. Un día feliz tomé posesión <strong>del</strong> mayorazgo que me heredó<br />
el clérigo Juan Félix Jeres de Aristeguieta y Bolívar, que consistía en una casa<br />
en la ciudad, ubicada en la esquina de Las Gradillas, en el ángulo sureste de<br />
la Plaza Mayor, y las haciendas de cacao de San José, La Concepción y Santo<br />
Domingo. Mi esposa y yo nos establecimos en la casa de la esquina de Las<br />
Gradillas, aunque pasamos unas semanas en la hacienda de Yare. Allí, rodeado<br />
de esclavos y vacas, haciéndole el amor a Teresa durante la siesta o al<br />
anochecer, cuando los gallos cantaban y las gallinas se subían a las matas a<br />
dormir, sentía un llamado profundo, más allá de todo raciocinio, que me contrariaba<br />
el deseo de ser sólo un dueño de haciendas. No eran esas pesadillas<br />
con pájaros negros, ni el sonido <strong>del</strong> caracol de Matea. Era la conciencia de<br />
sentirme dotado no sólo para administrar ganado y siembras, sino para crear<br />
un mundo. En cualquier momento semejante certeza me asaltaba, y entonces<br />
el insomnio era seguro. No podía hacer otra cosa, para apaciguar mi inquietud,<br />
que desfogarme en el cuerpo de Teresa hasta que mis fuerzas desaparecían.<br />
Cinco meses después, en la casa de la esquina de Las Gradillas, volví a oír el<br />
sonido agudo <strong>del</strong> caracol ante la vista de mi mujer muerta en el estrecho ataúd,<br />
vestida con un traje de brocado blanco, con un pañuelo de encaje sobre el<br />
rostro manchado por el color amarillo de la fiebre palúdica, apoyada la cabeza<br />
en el fal<strong>del</strong>lín con que me vistieron cuando me bautizó el clérigo Aristeguieta.<br />
¿Qué era mi deseo de ver sembríos de añil en mi hacienda de Yare con aquel<br />
silbido de caracol en los oídos? Yo veía a Teresa muerta sin poder creer que<br />
en tan sólo cinco días una fiebre y un vómito negro la hubieran apartado de<br />
mi lado. No podía asumir que yo no oiría más sus voz tenue, que sus ojos<br />
luminosos y tiernos jamás volverían a mirarme, y que nunca más podría sentir<br />
su presencia serenando plácidamente mis sentidos. La veía sin poder entender<br />
que ya entonces era como mis otros muertos: naufragada y demolida, un<br />
barco-árbol, una madera inerte que había dejado de ser maderamen.<br />
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