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nayagua

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Esa tarde, el llanto en común y la poesía nos consolaron, nos confortaron. El poema,<br />

en este funeral laico, dijo nuestro dolor. Sentí que estaba comprendiendo algo<br />

cualitativamente distinto sobre las fronteras de la vida.<br />

“Ese día supe que había aprendido algo nuevo sobre la muerte: que podemos<br />

despedirnos con palabras hermosas. La madre de la chica (tenía veintitrés años)<br />

evocó con tremendo dolor unas palabras de Hécuba. Y la poesía fue más reconfortante<br />

que todas las oraciones”, escribí a Julia ocho años después.<br />

179<br />

Julia Uceda en la Universidad de Sevilla<br />

Y Julia Uceda, cuando le conté todo esto, sintió que su poema ganaba sentido<br />

porque tuvo una misión, la más definitiva y honda utilidad que pueda tener la<br />

palabra humana:<br />

No sé si podré dormir esta noche. Quisiera tener el nombre de esa chica<br />

cuya muerte se ha apoderado de ese poema. No, la poesía no es inútil,<br />

ni belleza, ni nada. Es otra cosa que no sé nombrar.<br />

Dime las palabras que dijo su madre.<br />

Este fue mi siguiente email:<br />

Querida Julia, la estudiante que murió de meningitis se llamaba Anastasía<br />

(sí, con la tilde en la -i). Y su madre, que era profesora, con gran<br />

temple y emoción citó unas palabras de Hécuba en el canto fúnebre a<br />

Héctor de la Iliada.<br />

Y Julia prosiguió:<br />

Ese poema ya no es mío. Vino para eso. Qué experiencia más fuerte,<br />

Aurora.

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