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La epopeya se convirtió en retaguardia, como convenía a un tiempo<br />

de alcobas y levitones, y se puso a hablar en prosa por la ancha<br />

bocaza de los novelorios. Y el teatro y la lírica se amancebaron en<br />

fecundo connubio que aun nos perdura, a pesar de las paparruchas<br />

de las obras de tesis, de los cuadros de historia y las inocentes<br />

evasiones a un supramundo de extranjis, imitado de extinguidos<br />

Maeterlinkes o de maniáticos burgueses, vendimiados de las<br />

barbas de Ibsen.<br />

Distinguimos dos torrentes líricos, ignorados en la geografía<br />

crítica de los clasicistas. Dos brazos de aquella cuantiosa riada<br />

romántica: uno se nos hizo imaginería, cacharros relucientes de la<br />

metáfora, pura autonomía de la palabra-color (superando o, simplemente,<br />

difererenciándose de la palabra-sonido, matiz y alusión<br />

del simbolismo), que aspiró, como los otros cristales y cerámicas,<br />

a ser arqueología desde el punto de vista de nacer. Y el otro brazo,<br />

sostenido a puro esfuerzo nórdico –y de esto ya hablaremos<br />

con calma y oportunidad–, el otro brazo aprisionó en su carne<br />

caliente, en su nervio sensible, la corriente viva que sale del corazón<br />

y anima, es decir, da alma y es materia-vehículo de alma.<br />

La evolución natural de esta lírica exigente, el desemboque<br />

final de esta torrentera es el ancho estuario del teatro, y debe<br />

serlo. El lírico animado, con ánima, con alma, juega primero con<br />

símbolos antropológicos de su particular invención, que saca del<br />

vientre de trapo de las palabras. Pero terminará, si es ley, hincándolos<br />

en la carne del corazón vivo de verdaderos seres vivientes.<br />

Entonces acontece que los versos se ponen de pie, se truecan<br />

en gente –y, por veces, en cada uno de nosotros– y hablan para<br />

la gente con palabras que todo el mundo lleva desde siempre en<br />

la caracola de sus oídos de carne.<br />

Federico García Lorca, cuando dejó de ser tierra y anduvo<br />

jugando a ser teoría, estuvo a perderse por estos andurriales. El<br />

viaje era en la góndola de asfalto de los modos y las modas. De<br />

su viaje por los turbios meandros surrealistas trajo una cosecha<br />

confusa, en la que él resplandecía de vez en cuando, pero destinada<br />

a los irremediables sepulcros de los cajones autocríticos<br />

de esa mesa voraz y discreta que todos, gracias a Dios, tenemos.<br />

El público y Así que pasen cinco años fueron la discontinuidad<br />

inédita, y la continuidad estaba en Don Perlimplín, con Belisa<br />

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