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la espada y la pared. Eso fue lo que mató a Federico, lo que en él<br />

se asesinó. No murió por su pueblo, en un gesto asumido y<br />

declamatorio de mártir doctrinario; murió con su pueblo, en la<br />

batalla de su recuperación, en la lucha por la reanudación de sus<br />

esencias espirituales puestas de nuevo a vivir en autenticidad. En<br />

este sentido, Federico murió en su ley –dura lex– como otros tantos<br />

intelectuales o labriegos, da lo mismo, a los que se extinguió<br />

para que por su voz no hablase el espíritu. Por eso, mientras los<br />

snobs necrofílicos lloraban «la muerte del poeta», preparando otras<br />

lágrimas para otros apetecidos muertos inevitables, muchos españoles<br />

-y muchos hombres del mundo- llorábamos la muerte propia,<br />

vicariamente representada en la de Federico, que era el mejor<br />

de nosotros en cuerpo y alma, en genio y figura.<br />

Pervivencia de García Lorca<br />

En este afán de objetivar esta pervivencia de Federico, de<br />

hallarle fundamento, de salvarla del soborno sentimental, muchas<br />

veces nos preguntamos cuáles siguen siendo sus razones, a un<br />

cuarto de siglo de su inmolación. Otros poetas de paralela talla, si<br />

no asesinados, fueron empujados al aniquilamiento por las mismas<br />

causas: Antonio Machado, Miguel Hernández... Yo digo que<br />

lo que persiste de Federico no es sólo la bella obstinación con<br />

que su obra se salva de la fluencia del tiempo, ni la legítima lamentación<br />

de lo que en ella quedó truncado. Lo que persiste en<br />

nosotros, en los que, por haberlo conocido, lo hemos amado, lo<br />

que triunfa de su muerte es el hueco de su vida. Esta vida contigua,<br />

accesible, cotidiana, ejercida sin poses grandilocuentes, hecha<br />

de los gestos y de las palabras de cada instante, fue su milagro<br />

mayor. Por una vez -no conozco otras- el hombre no sigue<br />

viviendo sólo en su obra; quizás en muchos aspectos, en los más<br />

irreparables y veraces, la obra sigue flotando, con inmarcesible<br />

actualidad, adherida al prodigio de aquella existencia hecha de<br />

gracia y de genio, de simpatía contaminante y de maravillosa<br />

humanidad. Sus contemporáneos y amigos, cuando tratamos esforzadamente<br />

de objetivar, de fijar los valores intrínsecos de su<br />

obra, una y otra vez tropezamos con el recuerdo de aquella vida<br />

sin semejanza, aturdidos, embriagados por la sucesión de sus<br />

imágenes, cegados por la nostalgia como en medio de una niebla<br />

turbadora. Con las menciones y alusiones a esta nostalgia corpó-<br />

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